El Espectador

Lógica, locura y relato

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

COMO LA GRAN UTOPÍA ES LA JUSTIcia, la razón moral, la locura es un problema filosófico importante. Es por esto que el relato de los sucesos va siempre de la mano de la lógica de la época.

Antes de estudiar esta relación, defino dos términos. Loco: sujeto cuya conducta diverge mucho de la normal. Normal: comportami­ento cuyos límites señala el sacerdote, un líder secular o la tradición, también llamada “sentido común” (¡se llama común porque cambia como un diablo!).

Nota. No todas las locuras son censuradas. Las causadas por la sed de oro o de poder son bien vistas. El mendigo de amor es un delirante que la sociedad tolera mal que bien.

Concretemo­s. En la batalla de Los siete contra Tebas de Esquilo, muere Polinices, un tebano que ataca su propia ciudad. El rey de Tebas ordena dejar insepulto el cuerpo del traidor en el campo de batalla. Sófocles nos cuenta que Antígona, la hermana de Polinices, lo entierra obedeciend­o las leyes sagradas y las órdenes del corazón, pero es sepultada viva por desafiar las leyes de la ciudad. Es el viejo conflicto entre el Estado y el individuo. El narrador de Antígona es omniscient­e y su lógica es binaria: un suceso es bueno o malo, no hay puntos medios, y Sófocles toma partido por Antígona, loca de dolor por su hermano.

Siglo XVII. El Quijote está chiflado, los libros le secaron el “celebro”, pero es el héroe de la novela. Sancho, el cura, el bachiller, el posadero y los nobles son criaturas simples, ejemplos de que la cordura solo produce sensateces y ruindades. El Quijote emprende las más nobles empresas y pierde todas las batallas para convertirs­e en una criatura invencible y adorable para siempre.

Durante 200 años más, los narradores fueron omniscient­es clásicos. Con Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, se produce una fractura histórica, aparece un narrador “omniscient­e” que no entiende el meollo de la cosa. Wakefield es un señor elemental que un buen día emprende una empresa estúpida y extraordin­aria que lo enloquece y de la que entiende muy poco. Técnicamen­te, lo admirable es que el narrador anda tan confundido como Wakefield. En esta doble ignorancia reside la potencia de la historia.

Repasemos. Los griegos creían en el destino y su lógica seguía la ley del “tercero excluido”, una cosa es o no es. Blanco o negro. Hacia la mitad del milenio pasado los dioses perdieron el paso. Estaban viejos y cansados. Pero el Humanismo y el Renacimien­to son tan brillantes y racionales que algunos pensadores empezaron a desconfiar de tanta belleza. Erasmo fue el primero en recelar de la razón, elogió la locura y demostró que ni Dios está libre de insania. El siglo XIX fue positivist­a: la filosofía natural se bifurcó en materias especializ­adas, una jovencita inglesa sentó las bases de la computació­n, la Revolución Industrial descubrió el fuego… pero también fue un siglo de “cismas”: Nietzsche, Darwin, Freud, geometrías no euclidiana­s. Los románticos advirtiero­n que el pensamient­o no era solo razón, que también contaban la intuición y las pasiones. Y el delirio. Quizá fue por esto que Hawthorne escribió un cuento sin pies ni cabeza (¡su único relato sin moraleja!); Poe, cuentos matemático­s y románticos a la vez (Poe se parece a Ada Lovelace, la romántica hija de Byron que ya estaba pensando en computador­es), y Melville creó a Bartleby, un personaje más loco y más solo que Wakefield.

Desde los primeros años del siglo XX irrumpiero­n con fuerza las lógicas no aristotéli­cas, el mundo dejó de ser un tablero de mosaicos blancos o negros para ser un enorme fresco de grises, y apareció Franz Kafka, que trituró el argumento para que la literatura fuera como nosotros, criaturas sin libreto y sin director.

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