Lógica, locura y relato
COMO LA GRAN UTOPÍA ES LA JUSTIcia, la razón moral, la locura es un problema filosófico importante. Es por esto que el relato de los sucesos va siempre de la mano de la lógica de la época.
Antes de estudiar esta relación, defino dos términos. Loco: sujeto cuya conducta diverge mucho de la normal. Normal: comportamiento cuyos límites señala el sacerdote, un líder secular o la tradición, también llamada “sentido común” (¡se llama común porque cambia como un diablo!).
Nota. No todas las locuras son censuradas. Las causadas por la sed de oro o de poder son bien vistas. El mendigo de amor es un delirante que la sociedad tolera mal que bien.
Concretemos. En la batalla de Los siete contra Tebas de Esquilo, muere Polinices, un tebano que ataca su propia ciudad. El rey de Tebas ordena dejar insepulto el cuerpo del traidor en el campo de batalla. Sófocles nos cuenta que Antígona, la hermana de Polinices, lo entierra obedeciendo las leyes sagradas y las órdenes del corazón, pero es sepultada viva por desafiar las leyes de la ciudad. Es el viejo conflicto entre el Estado y el individuo. El narrador de Antígona es omnisciente y su lógica es binaria: un suceso es bueno o malo, no hay puntos medios, y Sófocles toma partido por Antígona, loca de dolor por su hermano.
Siglo XVII. El Quijote está chiflado, los libros le secaron el “celebro”, pero es el héroe de la novela. Sancho, el cura, el bachiller, el posadero y los nobles son criaturas simples, ejemplos de que la cordura solo produce sensateces y ruindades. El Quijote emprende las más nobles empresas y pierde todas las batallas para convertirse en una criatura invencible y adorable para siempre.
Durante 200 años más, los narradores fueron omniscientes clásicos. Con Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, se produce una fractura histórica, aparece un narrador “omnisciente” que no entiende el meollo de la cosa. Wakefield es un señor elemental que un buen día emprende una empresa estúpida y extraordinaria que lo enloquece y de la que entiende muy poco. Técnicamente, lo admirable es que el narrador anda tan confundido como Wakefield. En esta doble ignorancia reside la potencia de la historia.
Repasemos. Los griegos creían en el destino y su lógica seguía la ley del “tercero excluido”, una cosa es o no es. Blanco o negro. Hacia la mitad del milenio pasado los dioses perdieron el paso. Estaban viejos y cansados. Pero el Humanismo y el Renacimiento son tan brillantes y racionales que algunos pensadores empezaron a desconfiar de tanta belleza. Erasmo fue el primero en recelar de la razón, elogió la locura y demostró que ni Dios está libre de insania. El siglo XIX fue positivista: la filosofía natural se bifurcó en materias especializadas, una jovencita inglesa sentó las bases de la computación, la Revolución Industrial descubrió el fuego… pero también fue un siglo de “cismas”: Nietzsche, Darwin, Freud, geometrías no euclidianas. Los románticos advirtieron que el pensamiento no era solo razón, que también contaban la intuición y las pasiones. Y el delirio. Quizá fue por esto que Hawthorne escribió un cuento sin pies ni cabeza (¡su único relato sin moraleja!); Poe, cuentos matemáticos y románticos a la vez (Poe se parece a Ada Lovelace, la romántica hija de Byron que ya estaba pensando en computadores), y Melville creó a Bartleby, un personaje más loco y más solo que Wakefield.
Desde los primeros años del siglo XX irrumpieron con fuerza las lógicas no aristotélicas, el mundo dejó de ser un tablero de mosaicos blancos o negros para ser un enorme fresco de grises, y apareció Franz Kafka, que trituró el argumento para que la literatura fuera como nosotros, criaturas sin libreto y sin director.