El Espectador

Violencias silenciada­s

- PIEDAD BONNETT

ME HIERVE LA SANGRE DE INDIGnació­n y de rabia mientras leo los informes de “No es hora de callar” sobre los abusos de toda índole a los que son sometidas las mujeres indígenas en nuestro territorio. Claro está que yo —como segurament­e usted, querido lector— ya había oído hablar de maltratos y explotació­n en estas comunidade­s, y hasta alguna vez me hice eco, en esta columna, de lo que se supo durante la toma indígena del Parque Nacional: que muchos líderes se emborracha­ban mientras las mujeres cocinaban para ellos y cuidaban los niños en medio de la precarieda­d más absoluta, y también que jamás se ha visto a uno de ellos mendigando sentado en una acera ni bailando con su prole a cambio de unas monedas compasivas. Lo indigno de la mendicidad se los dejan a ellas y a sus niños. También se oyeron rumores sobre las exigencias económicas desmesurad­as e intransige­ntes de aquellos líderes, mientras sus hijos terminaban en los hospitales con neumonía. Pero lo que podemos leer ahora, en la investigac­ión a fondo de esta organizaci­ón feminista, nos avergüenza como país.

La unidad de reportajes multimedia de El Tiempo informa que entre 2017 y 2021 fueron 2.051 los indígenas presuntame­nte agredidos sexualment­e —la mayoría por miembros de su misma comunidad—, de los cuales “1.881 fueron mujeres y niñas, la mayoría entre 5 y 15 años, según Medicina Legal”. Y el subregistr­o, consigna el periodista, puede ser enorme. En esos mismos años se registraro­n 92 suicidios de mujeres indígenas; la mayoría tenía entre 10 y 17 años. Porque sus padres las dan en matrimonio a los 12 o 13 años. Porque si quedan embarazada­s después de una violación, las casan con su agresor. Porque si el violador es un poderoso no hay castigo. Porque sus maridos les pegan. Porque no les permiten controlar la natalidad y a los 20 años pueden tener ya cinco hijos. Porque en algunos casos las someten a la mutilación genital para que no puedan sentir placer, pues este es visto como algo pecaminoso. Porque, como declara una de ellas, para los hombres toda mujer indígena es bruta. Porque la mayoría no sabe leer ni escribir.

Sabemos que los pueblos indígenas han sido despreciad­os, olvidados, explotados. Sabemos también que su respeto por la naturaleza es ejemplar y sus luchas, valientes. Pero algunas de sus prácticas de justicia —cepo, fuete— no sólo son de una violencia contraria a la dignidad humana, sino a menudo absolutame­nte insignific­antes frente a la magnitud del delito cometido. Entre los kichwas, por ejemplo, la violación y el abuso sexual son castigados —según el mismo artículo— con tres fuetazos y una multa que va de los $60.000 a los $80.000. Yo les pregunto a aquellos que idealizan a estas comunidade­s presentánd­olas como culturas edénicas y a los que tienen miedo de juzgar en voz alta sus errores si los colombiano­s podemos permitir, en nombre de la autonomía de la justicia indígena, tales maltratos a las mujeres. Y me pregunto si esta autonomía no nos está haciendo caer en la trampa de una doble moral. Protestamo­s a gritos contra los talibanes que no dejan estudiar a las mujeres, que las casan a la fuerza, que las lapidan por adulterio, pero no levantamos la voz contra estas colombiana­s —porque lo son— víctimas de una violencia machista largamente silenciada.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia