“El periodismo no está para satisfacer a nadie, más que a la verdad”
Presentamos un fragmento del discurso de aceptación del Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra, pronunciado por Fidel Cano Correa, director de El Espectador.
Hoy estoy feliz, porque he sido muy feliz ejerciendo el periodismo y acompañando a tantos compañeros a ejercerlo con libertad, con altura y con nobleza.
Pero no siempre fue así. No fue feliz mi llegada al periodismo hace 35 años y algo más. Me tocó entrar atemorizado, confundido, comprometido con una batalla que en ese momento parecía perdible y buscando ayudar para que no lo fuera. Acababan de asesinar a don Guillermo Cano Isaza, el hermano de mi padre, pero más que eso, el timonel y guía de un barco que había superado tormentas innombrables durante 100 años, pero que entonces parecía capaz de sucumbir ante el poder inusitado de unos criminales sin límites que le habían declarado la guerra.
Porto un apellido y un legado que pesan mucho sobre los hombros, pero que han marcado esta “vida y obra” que el jurado ha querido hoy celebrar. De manera que si, como lo intuyo, en este momento en las redes sociales están debatiendo sobre los merecimientos del “delfincito calavera” -la más cariñosa expresión de odio que he recibido en ellasles respondería que sí, que tienen razón, que mi paso por el periodismo ha sido ante todo la de un heredero que solo ha intentado estar en cada paso a la altura de esa herencia. Y que en el camino, lo acepto, a ratos ha sido un poco “calavera”.
Cómo no serlo, si ellos lo fueron, comenzando por el culpable de todo, don Fidel Cano Gutiérrez, el fundador de El Espectador, que bajo un régimen retardatario, confesional y persecutor de las ideas liberales como el que gobernaba a Colombia en 1887 decidió salir a defenderlas desde un periódico. En él escribió, en su primer editorial, que El Espectador no iría en pos de los hombres que por ministerio del éxito estén en boga, que no daría a las buenas y a las malas acciones unos mismos nombres, que no hablaría a los dueños del poder el lenguaje de la lisonja, ni tributaría aplausos a los hombres ni a sus actos, sino cuando la conciencia se lo mandare. De ideas como esa viene todo lo demás.
Pero no les voy a contar la historia de El Espectador, aunque es fascinante y se la recomiendo. Solamente sentía necesario comenzar diciendo aquí que la fuerza de ese legado ha sido central en todo lo que haya logrado hacer en periodismo durante todos estos años.
***
Este reconocimiento tiene un grave problema, y es que lo lleva a uno a mirar el largo camino hacia atrás, pero a la vez le pone de presente que ese camino tiene un final que ahora se ve más cercano.
He sido feliz, les dije al comienzo, pero cuando pienso en esa cercanía del final les tengo que confesar que hay ahora algunos días en que no me divierte tanto como antes lo que hacemos. Cuando al final de la jornada encuentro que hemos invertido menos tiempo y energía en encontrar historias, líneas de investigación, en reunirse con fuentes, clandestinas a veces, para corroborar o descartar hechos, y mucho más en revisar tendencias y búsquedas o indignaciones peregrinas para entrar en la conversación masiva, alcanzo a imaginarme un mundo futuro en el que los periodistas seremos prescindibles. “Satisfacer a las audiencias” es una frase que se escucha ahora demasiado en nuestras redacciones y que ha ido poniendo a un lado el porqué del periodismo, que no está para satisfacer a nadie, más que a la verdad.
Me divierte poco, también, el autobombo personal permanente que parece convertirse en exigencia de estos tiempos. Cuando la información se vuelve menos importante que el periodista, sufre la información y sufre el periodismo. El número de seguidores y de pulgares hacia arriba no hace mejor a un periodista, y sí peor al que pone esas variables como objetivo. Y lo peor es que no es un asunto de vanidad; es, lamentablemente y en muchos casos, un asunto de supervivencia.
Si la inversión publicitaria se sigue inclinando hacia youtubers, instagramers, tiktokeros, influencers dispuestos a disfrazar de información los mensajes publicitarios o políticos, y si a la vez las audiencias premian la información parcial que solo reafirma el pensamiento propio mientras castigan el periodismo responsable que se toma una pausa, que investiga, que duda, que no afirma sino lo comprobable, el trabajo que profesionales del periodismo como todos los que aquí han sido premiados terminaría por perder todo su valor.
No es un lamento de un viejo que va de salida y quiere convencerlos de que “todo tiempo pasado fue mejor”, créanme que no. Si algo hemos hecho bien en El Espectador en los últimos tiempos ha sido entender esas audiencias y tratar de acercarnos a ellas con nuevos lenguajes y con creatividad, pero no para “satisfacerlas”, sino para llevarles a sus entornos de consumo de información ese periodismo sólido y confiable en el que creemos.
Tampoco se trata de un desasosiego con esta hermosa profesión que hoy nos reúne. De alguna manera me siento como cuando comencé en el periodismo: frente a una batalla perdible, pero que vale mucho la pena dar, porque tal vez nunca como en estos tiempos la importancia de una buena información haya sido tan determinante. En un mundo cada vez más proclive al juicio inmediato, a los extremismos, a la indignación sin reflexión, a las emociones y el entretenimiento, a la manipulación disfrazada de información, solo un periodismo confiable y comprometido a explicar, a contextualizar, a valorar los grises, a contar las historias a profundidad y, por supuesto, a fiscalizar los poderes y denunciar sus desvíos, puede hacer la diferencia. Ese convencimiento es el que me invita todavía a levantarme cada mañana, aunque la tarea haya sido dura, para demostrar en cada paso el valor de una información transparente en este mundo actual.
‘‘Me siento frente a una batalla perdible, pero que vale mucho la pena dar: tal vez nunca como en estos tiempos la importancia de una buena información haya sido tan determinante”.
Fidel Cano Correa.