¿Le preocupa el trancón pero no la violación?
MÁS DE 200 MUJERES CON UNA edad promedio de 20 años bloquearon por unos minutos un importante cruce vial de Bogotá, manifestándose indignadas por la violencia sexual creciente en el transporte público de la ciudad. Muchas de ellas, víctimas de manoseo, acoso, actos sexuales impuestos, violencia verbal. Muchas de ellas, revictimizadas incluso por sus familias que las responsabilizan de provocar, no se diga por las autoridades o los medios que las utilizan para disciplinar y mercadear. El cuerpo femenino es el delito, dirán los agresores, todos hombres. Muchos, padres de familia, líderes admirados, mujeres silenciosas, asentirán. El machismo es aún epidemia.
En las universidades tratamos de crear (pero estamos lejos) un nuevo régimen de convivencia, donde podamos mirarnos a los ojos con tranquilidad, todas, todos y todes, de todas las edades, sin el desvío hipócrita de quien preferiría no estar presente para compartir el espacio y la vida con personas más autónomas, vitalmente perturbadoras, con los cuerpos que cada una inventa para habitar el mundo: porque a lo que nos vemos enfrentados es a resolver creativamente el deseo que está presente por todas partes, concentrado en la invención de una feminidad para el consumo que ahora se declara independiente, pero sin devolver un ápice del erotismo con el que se posicionó. Algo para lo que no nos han educado: en un estudio reciente acerca de salud y bienestar de los estudiantes, fue la ausencia de educación sexual la mayor causa de preocupación manifiesta.
Una sociedad que ha visto una revolución femenina capaz de cuestionar tradiciones realmente milenarias y globales, una colectividad que aún experimenta con nostalgia la pérdida del control de la sexualidad reproductiva que garantizaba cierta distribución cómplice del poder, y una amalgama de culturas que admira, confía y promueve pero a la vez teme el despliegue del poder de las mujeres en toda su diversidad son las razones que hay detrás de los actos insólitos de abuso físico y sicológico que atestiguamos en el transporte y espacio públicos, y del uso de la violencia doméstica, institucional o laboral como recurso desesperado para retener la autoridad en un mundo que, a medias, ya no la considera fuente de legitimidad. La solución no son las cámaras, ni la retaliación violenta, ni los caballeros andantes sino la acción colectiva que obliga a revisar la manera en que nos miramos, hablamos o movemos, porque todas estas cosas retienen señales atávicas que ante nuevas sensibilidades amenazan los tenues lazos de la confianza y la comunicación. Para eso, tenemos que hablar más, explicar lo que sentimos, compartir temores, construir una nueva cultura del género donde no temamos las relaciones ni vivamos en la paranoia. Una cultura capaz de disfrutar y respetar las expresiones, manifestaciones y decisiones de cada quien, por extrañas que parezcan, porque no queremos que nadie, absolutamente nadie tome decisiones por nosotr@s acerca de nosotr@s.
Tal vez acusar al Estado de violador sea una exageración, pero la indiferencia ante el maltrato de las mujeres, cuando es tendencia, justifica plenamente los reclamos. El trancón es cultural.