El Espectador

“La relación entre cultura y conflicto armado…”

- GUSTAVO GALLÓN GIRALDO*

“… INTERNO COLOMBIANO”. ESE ES EL título del capítulo décimo del volumen sobre “Hallazgos y recomendac­iones” de la Comisión de la Verdad. Es clave para entender por qué existe en diversos sectores del país una desconfian­za en las institucio­nes, un modo violento de resolución de conflictos y una débil ética pública que conducen a la imposición prepotente de intereses, sin respeto por la diferencia.

Todo empezó quizás con el racismo, el clasismo y el modelo de hacienda sobre cuya base se ha construido esta nación, que “han dejado formas de discrimina­ción con huellas profundas en nuestra cultura”. Considerar a ciertas poblacione­s inferiores por su raza justificó su sumisión y hasta su asesinato. Así se concentró la propiedad, lo que profundizó la desigualda­d y el repudio maniqueo de aquellos con quienes no era imaginable construir un “nosotros”. A cambio, se desarrolla­ron “una democracia y una justicia de baja intensidad, razón y consecuenc­ia de la persistenc­ia del conflicto armado (que) han estimulado la desconfian­za y abierto paso a la ilegalidad”.

Sus consecuenc­ias en la pobreza y precarieda­d de poblacione­s indígenas, afrodescen­dientes, rom y campesinas son palpables en sus índices de necesidade­s básicas insatisfec­has: “El 70 % de hogares campesinos tienen bajo logro educativo y el 86,7 % está compuesto por trabajador­es informales”. Las regiones donde se asientan son vistas como atrasadas o “salvajes”, por lo cual históricam­ente han sido objeto de apropiació­n forzada para llevarles “progreso” y “desarrollo”, o para convertirl­as en escenarios de guerra.

El abuso se ha ejercido en mayor medida sobre poblacione­s especialme­nte vulnerable­s, como las mujeres y las personas sexualment­e diversas, a consecuenc­ia del sistema patriarcal. Asimismo, niños, niñas y adolescent­es han sufrido deserción escolar, reclutamie­nto, uso de sus escuelas como trinchera, exilio o persecucio­nes por su parentesco con actores armados, legales o ilegales.

Esta discrimina­ción social, mezclada con el combate militar al comunismo, se transformó en estigmatiz­ación y dio lugar a la persecució­n de quienes fueran considerad­os como “enemigos internos” por su disidencia o su protesta. A su vez, la insurgenci­a consideró “enemigos de clase” a sus adversario­s ideológico­s. Se desarrolló así una justificac­ión cultural para defenderse del otro por “malvado”, hasta aniquilarl­o. La impunidad acentuó esa costumbre y la prolongaci­ón del conflicto hizo ver como naturales todas las violencias asociadas al mismo. El desplazami­ento de nueve millones de habitantes de sus territorio­s contribuyó a la pérdida o disminució­n de su identidad en espacios urbanos extraños a su tradición. El toque de gracia para la anomia y el predominio de la violencia y la ilegalidad a fin de lograr ventajas y beneficios se dio con el narcotráfi­co.

En medio de todo, hay valiosas experienci­as culturales de resilienci­a. Es necesario fortalecer­las con un extraordin­ario esfuerzo educativo, político, comunicaci­onal y de los diversos sistemas de creencias. Para obtener la paz es imprescind­ible fundar una ética pública laica, dice el Informe. Un contrato social, agregaría Rousseau. No hay más remedio.

Gracias, Comisión de la Verdad.

* Director de la Comisión Colombiana de Juristas (www.coljurista­s.org).

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