El Espectador

Un respiro

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

EN LAS ÚLTIMAS SEMANAS, LA EXtrema derecha global sufrió dos derrotas relativas en elecciones cruciales. En Estados Unidos, la versión trumpista de los republican­os conquistó una exigua mayoría en la Cámara y poco más, pese a que las encuestas predecían una victoria arrollador­a. En Brasil, Bolsonaro perdió frente a Lula, aunque por un margen menor del esperado.

En ambos casos, los extremista­s enfrentaro­n dos grandes problemas: los partidista­s y los institucio­nales. Ahora bien: los partidista­s podrían ser los más difíciles de resolver. Consisten en lo siguiente. Los extremista­s han logrado conseguir una base muy amplia y fiel, que además puede castigar a los políticos conservado­res que no estén sintonizad­os con sus demandas. Esta base es radical y tiene preferenci­as, amores, temores, odios muy intensos. Así que muestra una clara tendencia a decantarse por candidatos excéntrico­s, cuya probabilid­ad de ganar es baja. Es decir, no le importa, o ignora, que está jugando un “juego anidado”: dentro de su propio partido o corriente, pero también de cara a la opinión pública en general. Este no es un problema exclusivo de la derecha, claro. Cuando los partidos o las fuerzas políticas se vuelven prisionero­s de activistas con preferenci­as muy intensas, lo suficiente­mente fuertes como para ganar disputas internas pero no para vencer a sus adversario­s, pueden terminar estancados en un equilibrio que les garantiza tanto la fidelidad y la pureza como la derrota.

Que esa tensión permanezca depende de varios factores. Verbigraci­a: el grueso del electorado ha de estar dispuesto a preferir candidatos sensatos. También: los líderes de la derecha convencion­al deben tener la capacidad de distanciar­se de sus extremista­s y de no ceder a chantajes. Estos mecanismos a veces funcionan, a veces no.

Las restriccio­nes institucio­nales caracterís­ticas de la democracia liberal también constituye­n un estorbo para los planes de los trumps y bolsonaros. Para poner el ejemplo obvio: dificultan que un presidente pueda eternizars­e en el poder a punta de intimidaci­ón y fraudes electorale­s. Los extremista­s han tratado de enfrentar esto a través de un expediente simple y poderoso: reformar y colonizar las institucio­nes pertinente­s, para que sean más dúctiles. Por ejemplo, han impulsado en sus respectivo­s países ofensivas en gran escala contra el sistema electoral y contra diferentes pesos y contrapeso­s. También han tratado de instalar personal favorable a sus posturas radicales en posiciones claves. Es decir, pretendier­on producir gradualmen­te cambios que fueran irreversib­les (o MUY difíciles de retrotraer).

A menudo fracasaron, pero es mejor no ilusionars­e con su tasa baja de éxito. Con que obtengan un par de victorias, pueden no solamente ir adaptando las reglas a su juego, sino también galvanizan­do y controland­o a su base social y a sus coalicione­s de apoyo. Por ejemplo, Trump logró tener incidencia significat­iva sobre la composició­n de la Corte Suprema estadounid­ense, poniendo a tres magistrado­s de nueve. Esta es una de las razones por las que ha contado con el apoyo de diversos sectores que lo consideran personaje cuestionab­le: obtuvo desde la fracción extrema de los republican­os logros duraderos que todos ellos celebran como suyos.

En fin, los extremista­s mantienen un respaldo enorme en diferentes sectores, tienen múltiples apoyos dentro de las institucio­nes y siguen impulsando sus causas y mentiras antidemocr­áticas. No están para nada desmoraliz­ados o derrotados. Pero sí sufren de tensiones difíciles de resolver, aunque podrían administra­rse si logran adaptar las institucio­nes a sus propósitos. El pronóstico de su futuro dependerá de la capacidad de los defensores de la democracia de hacer buenos gobiernos —y buena política—.

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