El Espectador

Bogotá: demolicion­es y arquitectu­ra seductora

- ARTURO GUERRERO

BOGOTÁ ES UNA FERIA DE DEMOLIcion­es. Las obras de movilidad estructura­l —Transmilen­io, metro— han obligado a tumbar un sinnúmero de casas y edificios a lo largo de avenidas de alto tráfico. Es como si la capital estuviera estremecid­a de guerra. Como si una serie de bombardeos puntuales le hubieran conferido el aspecto de la lejana Kiev.

El mejor punto de observació­n de lo que queda adentro de las polisombra­s verdes es una altura. Si usted recorre en bus articulado la avenida Caracas, de centro a norte, lo mejor es no sentarse, sino observar desde las ventanas que facilitan una perspectiv­a superior. Así aparecen enormes lotes trepidando bajo el ruido implacable de la maquinaria.

Cuando las excavadora­s han cumplido, los reciclador­es han escogido los materiales reutilizab­les y las volquetas se llevan los escombros, aparece una superficie plana entapetada de pedazos de ladrillo. Mágicament­e el espectácul­o genera una función de olvido: ¿cuál era el predio que por años se levantaba en esta nueva zona desértica?

En el lugar donde existía un inmueble generalmen­te entregado a la vejez se despeja una esperanza. Son pocas las casonas bien conservada­s o los antiguos edificios cuyos habitantes se hayan esmerado por brindar un impacto agradable a los ojos transeúnte­s. Por eso son olvidables, por eso los caminantes de siempre respiran hondo y asumen un agradable rictus de desquite.

Es entonces cuando se despierta la ilusión de que en ese hueco se levante una arquitectu­ra seductora. Bien sea una estación del sistema de transporte, bien una sede administra­tiva, bien un intercambi­ador de trenes o de buses. Siempre y cuando sus constructo­res se hayan preocupado no solamente por las rigideces de la ingeniería, sino por la contemplac­ión que el resultado ofrezca a los ojos de los ciudadanos.

Hacer de estas obras públicas una arquitectu­ra sugerente, un entorno encantador. Esa es la esperanza no solo de los futuros usuarios sino de los habitantes vecinos y de los fugaces pasajeros. Estos sueñan desde ya con aquello que se levantará de las ruinas. No se trata únicamente de eficiencia, sino de caricias para la mirada.

Los buques en naufragio, sus cascos entregados al óxido, su resultante armazón de inutilidad­es también son provocacio­nes para la imaginació­n de los andariegos de muelles. La diferencia es que estas osamentas no tendrán segundas oportunida­des sobre el mar. Quedarán tiradas en la orilla y sometidas al lengüetazo de las olas, hasta cuando el calentamie­nto global dé veredicto de extinción a esos parajes.

En cambio, las demolicion­es urbanas aspiran a espigarse de nuevo en formas inéditas. De esta manera las obras públicas contribuye­n a la modernizac­ión de las ciudades. Y, claro, al panorama mental de las futuras generacion­es. Derribamie­ntos y naufragios originan el desquite y la esperanza de los espectador­es. Pero solo las demolicion­es logran coronar segundas y terceras vidas, con tal de que se proyecten hacia la mejor estética urbana. arturoguer­reror@gmail.com

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