Bogotá: demoliciones y arquitectura seductora
BOGOTÁ ES UNA FERIA DE DEMOLIciones. Las obras de movilidad estructural —Transmilenio, metro— han obligado a tumbar un sinnúmero de casas y edificios a lo largo de avenidas de alto tráfico. Es como si la capital estuviera estremecida de guerra. Como si una serie de bombardeos puntuales le hubieran conferido el aspecto de la lejana Kiev.
El mejor punto de observación de lo que queda adentro de las polisombras verdes es una altura. Si usted recorre en bus articulado la avenida Caracas, de centro a norte, lo mejor es no sentarse, sino observar desde las ventanas que facilitan una perspectiva superior. Así aparecen enormes lotes trepidando bajo el ruido implacable de la maquinaria.
Cuando las excavadoras han cumplido, los recicladores han escogido los materiales reutilizables y las volquetas se llevan los escombros, aparece una superficie plana entapetada de pedazos de ladrillo. Mágicamente el espectáculo genera una función de olvido: ¿cuál era el predio que por años se levantaba en esta nueva zona desértica?
En el lugar donde existía un inmueble generalmente entregado a la vejez se despeja una esperanza. Son pocas las casonas bien conservadas o los antiguos edificios cuyos habitantes se hayan esmerado por brindar un impacto agradable a los ojos transeúntes. Por eso son olvidables, por eso los caminantes de siempre respiran hondo y asumen un agradable rictus de desquite.
Es entonces cuando se despierta la ilusión de que en ese hueco se levante una arquitectura seductora. Bien sea una estación del sistema de transporte, bien una sede administrativa, bien un intercambiador de trenes o de buses. Siempre y cuando sus constructores se hayan preocupado no solamente por las rigideces de la ingeniería, sino por la contemplación que el resultado ofrezca a los ojos de los ciudadanos.
Hacer de estas obras públicas una arquitectura sugerente, un entorno encantador. Esa es la esperanza no solo de los futuros usuarios sino de los habitantes vecinos y de los fugaces pasajeros. Estos sueñan desde ya con aquello que se levantará de las ruinas. No se trata únicamente de eficiencia, sino de caricias para la mirada.
Los buques en naufragio, sus cascos entregados al óxido, su resultante armazón de inutilidades también son provocaciones para la imaginación de los andariegos de muelles. La diferencia es que estas osamentas no tendrán segundas oportunidades sobre el mar. Quedarán tiradas en la orilla y sometidas al lengüetazo de las olas, hasta cuando el calentamiento global dé veredicto de extinción a esos parajes.
En cambio, las demoliciones urbanas aspiran a espigarse de nuevo en formas inéditas. De esta manera las obras públicas contribuyen a la modernización de las ciudades. Y, claro, al panorama mental de las futuras generaciones. Derribamientos y naufragios originan el desquite y la esperanza de los espectadores. Pero solo las demoliciones logran coronar segundas y terceras vidas, con tal de que se proyecten hacia la mejor estética urbana. arturoguerreror@gmail.com