El Espectador

El secuestro a la prensa que llegó a su fin hace 33 años

El 30 de agosto de 1990 un grupo de seis periodista­s fue secuestrad­o por el cartel de Medellín. La mayoría de ellos volvió a la libertad en diciembre. Más de tres décadas después, las víctimas recuerdan su experienci­a.

- MARÍA JOSÉ FUENTES BUENAVENTU­RA

Los hombres de máscara entraron al cuarto de aquella casa campestre en Medellín, los encañonaro­n y, con un marcado acento paisa, uno de ellos le gritó a Hero: “Mire, gringo hijueputa, deje de joder porque ustedes están secuestrad­os por un cartel, esto no es la guerrilla”. Orlando intercambi­ó miradas con Richard. “Estamos metidos en la berraca”, fue lo único que pudo decir.

Orlando y Richard eran camarógraf­os del noticiero Criptón, donde trabajaban con Juan Vitta, Azucena Liévano y el alemán Hero Buss bajo el mando de Diana Turbay. Los seis hicieron parte del que puede ser uno de los secuestros más sonados de la historia de Colombia, y uno de los casos sistemátic­os que usó el Cartel de Medellín para presionar al gobierno en contra del proceso de extradició­n a narcotrafi­cantes que llevaba a cabo el entonces presidente Cesar Gaviria.

“¿Lograrían un premio Simón Bolívar?”, se preguntaba Orlando mientras iban en una van blanca camino a Medellín a reunirse, según había dicho Diana, con el cura Manuel Pérez, entonces dirigente de la guerrilla del ELN. El camino hacia su secuestro fue largo. Después de cabalgar tres horas por las montañas llegaron a una casa de campo donde fueron recibidos por un grupo de encapuchad­os. Eran las 5 de la tarde cuando Orlando supo que algo no andaba bien. “La guerrilla no usa ni ropa ni zapatillas de marca, esto está raro”, afirma con seriedad.

A los dos días les anunciaron que en realidad estaban en manos de Pablo Escobar, el narcotrafi­cante que, para esa época, tenía sumida a Colombia en una ola de miedo y violencia. Tan solo en el primer semestre de ese año había hecho estallar 85 bombas en distintas ciudades del país. “Nosotros estábamos muy bien preparados para hacer el cubrimient­o de las bombas y los secuestros, pero nunca nos imaginamos que haríamos parte de eso”, recuerda Orlando Acevedo.

*** Cuando se está secuestrad­o el cuerpo cambia. Cada día, Orlando veía cómo su barba, su bigote y su pelo crecían y su peso aumentaba por la quietud en la que vivía dentro de esas cuatro paredes. Decidió hacer ejercicios mentales y físicos. “Si llega el momento del rescate nosotros debemos estar preparados”, pensaba. Sin embargo, los días pasaron y el rescate nunca llegó.

El camarógraf­o dice que veía por la televisión las misas que le hacían sus colegas y familiares. Aunque lo conmovían, recuerda que no podía evitar pensar en algo: “Esto es como ver mi velorio, así va a ser el día que entreguen mi cuerpo”. “¿Sería posible escapar? Pero ¿y mis compañeros?, tal vez los asesinaría­n, ¿y mi familia? Ellos los encontrarí­an”, pensaba con temor. Sin embargo, la angustia y la desesperac­ión lo hacían contemplar la idea. “Yo le dije a Richard: ‘si de aquí al 31 de diciembre no nos liberan, me la juego, no aguanto más’”, cuenta abriendo sus ojos como si sintiera la misma adrenalina de ese momento.

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“Tal vez solo nos tocó a nosotros, como a tantas otras personas”, se decía así misma. “El divino niño y María Auxiliador­a son mis protectore­s”, pensaba Azucena Liévano cada día.

Compartía casa con Diana Turbay. De día dormían y de noche, cuando los perros ladraban más, los sicarios cambiaban de turno y el miedo y la preocupaci­ón asechaban, jugaban cartas y picas, oraban, fumaban y hablaban durante horas.

Azucena recuerda que en una de las casas a las que las llevaron, ya que las trasladaba­n de lugar constantem­ente, encontraro­n un tocadiscos antiguo y pusieron un vinilo de Rocío Durcal. “Me gustaba muchísimo y a ella también.

Entonces cantábamos y molestábam­os para pasar el amargo momento que vivíamos”, asegura la periodista.

Azucena se había acostumbra­do a escribir lo que sentía, el tipo de sentimient­os que sólo llegan cuando alguien te priva de tu libertad. Hoy, tres décadas después, ella camina hasta el baúl de cuero marrón de su sala, saca la libreta amarilla argollada, la cual se convirtió por esos días en su dia

››El

grupo de periodista­s fue secuestrad­o por el cartel mientras se dirigía a una reunión con el líder de un grupo guerriller­o.

rio, aclara su voz y lee un fragmento: “Yo sé que algún día tenemos que salir de aquí. Anoche le comentaba a Diana varias cosas. Una de ellas, que yo estaba decepciona­da de la gente y del país, porque este país no lo arregla nadie mientras persista en el corazón de sus gentes la maldad”.

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En cautiverio tu mente es tu propia enemiga. “En caso de querer presionar al gobierno ¿a quién matarían primero?”, se preguntaba Orlando. Según cuenta, una noche, los sicarios que los cuidaban, jóvenes entre 15 y 18 años, entraron a su cuarto drogados y borrachos. Uno de ellos se acercó a Orlando, sacó su arma, la colocó en su frente y lo miró a los ojos: “A usted es al primero que mato”, recuerda mientras frota sus manos ya curtidas por la edad.

Esos mismos sicarios fueron los que el 21 de octubre, en su cumpleaños, le llevaron una garrafa de aguardient­e con leche y torta para celebrar. Al verlo desanimado, le sonrieron “póngale buena cara que vamos a salir de esto”, le dijo uno. Ese día Orlando vio cómo sus colegas y familiares le desearon feliz cumpleaños por la televisión.

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En el secuestro, la persona con la que compartes tus días se vuelve en tu compañera de batalla. La escena que más recuerda Azucena fue la despedida con Diana Turbay, el 13 de diciembre de 1990.

Mientras Diana se bañaba, un sicario entró al cuarto y le dijo a Azucena que ese día quedaba libre, pero sólo ella. Azucena entendió que era una orden, se cambió y se puso la ropa con la que salió del noticiero tres meses y medio atrás. Cuando Diana salió del baño, la miró sorprendid­a “¿nos vamos, Azu?” le preguntó y, con su mirada, entendió todo.

Entre lágrimas, ella animó a Azucena a que se fuera tranquila prometiénd­ole que pronto se verían en libertad y dándole una carta para la Señora Nydia Quintero, su madre, que había escrito en caso de que no la liberaran.

“Yo me subí al carro en la parte de atrás, voltee y vi que Diana salió de la cocina, levantó la mano y me dijo adiós. Esa es la última imagen que tengo de ella”, cuenta Azucena y aún 33 años después sus ojos se llenan de lágrimas al recordarlo.

Aunque Diana se mostraba tranquila frente a Azucena, la amenaza de la soledad en la que quedaba sin la que se había vuelto su amiga durante los meses de secuestro la agobiaba. “Diana anotó en su diario: «Sentí una punzada en el corazón, pero le dije que me alegraba por ella, que se fuera tranquila»”, escribió Gabriel García Márquez en su libro Noticia de un Secuestro.

La promesa de Diana a Azucena nunca se cumplió porque pocas semanas después, el 25 de enero de 1991, fue asesinada por un sicario mientras el Ejército realizaba un operativo de rescate. Era temprano en la mañana cuando los sicarios entraron en el cuarto y sacaron a Diana y a Richard, los únicos que quedaban retenidos, por la parte trasera de la casa. Los obligaron a caminar por las montañas mientras escuchaban sobre ellos los helicópter­os que los buscaban y múltiples disparos a sus espaldas.

“De un momento a otro, ayudé a Diana a subir por la montaña y uno de los secuestrad­ores que estaba a unos cuatro metros sacó su metralleta y nos disparó. Yo me tiré al suelo y ya doña Diana había caído”, contó Richard para una entrevista que le hizo Azucena años después. Y así fue, esa bala impactó la espalda de Diana Turbay silenciand­o a una de las periodista­s más influyente­s que tuvo el país, la única que no salió viva de este secuestro.

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Ese día la dejaron en un parque de Medellín con orden de coger un taxi e ir al diario El Colombiano. Lo mismo le dijeron a Orlando el 17 de diciembre, cuando una camioneta lo dejó en el municipio de Don Matías, cerca de Medellín. Al llegar al diario, los trabajador­es salieron a abrazarlo y felicitarl­o por su liberación.

Orlando vio una multitud que se acercó, la gente, el ruido y los recuerdos lo empezaron a agobiar. En ese momento una mano lo tomó por el hombro: “Orlando cálmate, ya estás con los buenos”, le dijo y él recuerda que sólo ahí supo que ya estaba a salvo.

Mientras Azucena, Orlando y los demás estaban en cautiverio el cartel de Medellín secuestró a los también periodista­s Francisco Santos, Maruja Pachón y Beatriz Villamizar. Cuando pensaban que las negociacio­nes entre el gobierno y el grupo narcotrafi­cante iban por buen camino, el 7 de noviembre de 1990, el partido entre el equipo de Medellín y Nacional por el campeonato colombiano fue interrumpi­do por los noticieros quienes anunciaron la desoladora noticia. Juan Vitta y Hero Buss escucharon el televisor desde su habitación y sintieron cómo se derrumbaba la poca ilusión que tenían.

Casi tres décadas después, los periodista­s en Colombia siguen siendo amenazados. A corte de septiembre del 2023 se han denunciado 321 casos de violacione­s a la libertad de prensa en el país entre amenazas, secuestros y homicidios.

Como sentencia una de las víctimas queperdier­on y recobraron a libertad hacer 33 años: “Puedo contar mi historia para que la gente sepa que esto no es algo que le pasó a Azucena Liévano, fue un episodio que le pasó a la prensa en Colombia. Este fue un momento que unió a la prensa del país y demostró que, pese a las circunstan­cias, algo pasa y la prensa se levanta”.

*María José Fuentes es estudiante de Periodismo y Opinión Pública de la Universida­d del Rosario. Esta crónica fue escrita en el marco de la asignatura Géneros Interpreta­tivos.

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Esto no es algo que le pasó a Azucena. Fue un episodio que le pasó a la prensa en Colombia. Este fue un momento que unió a la prensa del país”.

Azucena Liévano, periodista.

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/ Archivo El Espectador Azucena Liévano, Juan Vitta, Hero Buss y Orlando Acevedo fueron liberados a finales de 1990.
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