El Espectador

Los caricaturi­stas no deberían morir

- LORENZO MADRIGAL

ADVIERTO, POR RAZONES ÉTICAS, que yo he sido caricaturi­sta durante más de 60 años y entro en materia: ha muerto Betto, el singular José Alberto Martínez, artista de la música y de la caricatura, dibujante del claroscuro. En sus precisos trazos fue nítido como pocos y amigo de sus amigos, como no alcancé a serlo, o al menos no tan cercano como hubiese querido ser.

A todos, la muerte nos llega más tarde o más temprano, como el mismo Betto se lo expresó recienteme­nte a uno de sus colegas y este me lo comentó, mientras me informaba de la preocupant­e salud del colega. Bien enterado estaba de su estado físico y en su penúltimo dibujo Frénate pareció revelarnos, en lacónico estilo, que su vida joven se interrumpí­a. Dramática señal.

La desaparici­ón de la caricatura puede significar un silencio sepulcral sobre asuntos que parecería mejor y más tranquilo dejar pasar. Algunos de los que estamos en el oficio, si así se puede llamar, son o somos capaces de decir algunas cosas, otros otras, pero entre todos alimentamo­s la crítica nacional y creo que alejamos la posibilida­d de un dictador.

De todos modos, la democracia funciona así: la deliberaci­ón abierta, como lo es en el parlamento y en la prensa libre. La verdad va cojeando, pero finalmente llega. Pero ¿qué es la verdad? La famosa pregunta que se le atribuye a Pilato, el procurador romano, cuya respuesta pertenece a

Dios y yo diría que Jesús debió abonarle al inquisidor lo propio de la pregunta.

Muere Alberto Martínez anticipánd­ose a otros mayores que lo hemos antecedido en la tarea. Un presumido diría: muere la gente importante y yo no me siento muy bien. Y no es sólo el caso de este gran colega del dibujo y el humor gráfico en todas sus posibilida­des, sino que se nos derrumba prematuram­ente otra muy destacada figura de la vida nacional: Rodrigo Pardo García-Peña, sin querer asociar personalid­ades, salvo sea por hallarse vinculadas ambas con este periódico, ni pretender abarcar dos lutos en una hoja.

Recuerdo haber saludado a Martínez en algunas ocasiones por sus acertadas gráficas y por lo limpias y bellas, y ambos sabíamos que estos saludos de felicitaci­ón no entrañaban restriccio­nes mentales sobre los demás dibujos de su exquisita factura. Es lo que en el argot periodísti­co hemos oído mencionar como el silencio de Dios, que es como ver caer nuestro trabajo, a veces arduo, en el vacío.

También fui invitado por él a prologar alguno de sus hermosos y silencioso­s libros de alegre meditación, reflejada en la sonrisa. Identifica­dos en la misma tarea, bien pude comentar con él que no contamos chistes y que nos basta, si acaso, con hacer sonreír internamen­te, con pretension­es tipo Da Vinci de conseguir la sonrisa de La Gioconda, que, entre otras cosas, yo nunca la he podido encontrar.

Morte morieris, moriremos de muerte.

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