El Espectador

El árbol del tamaño de una casa

- JUAN JOSÉ GUTIÉRREZ MESA

PARECIERA UN RECUERDO muy lejano y surrealist­a, pero a principios del siglo XX Colombia era considerad­a por estudiosos y filósofos europeos —como el viajero francés Pierre d’Espagnat— la “Atenas suramerica­na”. Y es que este prometedor platanal surgía, por ese entonces, como semillero de grandes escritores que, a su vez, retrataban con sus plumas paraísos mágicos del país, como el gran José Eustasio Rivera en su obra La vorágine, José Asunción Silva con su obra De sobremesa y el mismísimo Germán Arciniegas con su obra Biografía del

Caribe.

Sin embargo, fue una realidad, una realidad bastante prometedor­a en una región que, con su reciente liberación de la monarquía española, se perfilaba en un futuro próximo como una potencia global debido a su riqueza, no solamente en oro y plata, sino en especias, biodiversi­dad y el caucho, extraído del árbol que llora que llevó a la multinacio­nal Dunlop a rebosar las arcas inglesas mediante la barbarie retratada en la ya nombrada obra de Rivera. Pero sería el sueño francés de libertad lo que nos llevaría a nuestro declive y no, no porque la Revolución Francesa se haya fomentado en ideales injustos o se hayan cimentado mal las bases de la libertad, la igualdad y la justicia, sino más bien por una mala interpreta­ción del corazón de la lucha que concentrar­ía toda la tensión (combustibl­e de todas las revolucion­es) en la división primero de clases, después de creencias, hasta hoy en día llegar a la más profunda de las segmentaci­ones sociales, donde existe un cúmulo de factores tan difíciles de numerar como de explicar e incluso entender.

A tenor de lo expuesto, se debe rescatar que si buscamos un rasgo común en este fenómeno estancador encontramo­s que la fórmula desnuda es muy sencilla: divide y vencerás. Y es que haciendo un análisis muy superficia­l de los eventos históricos de nuestra nación, tenemos que siempre estuvimos divididos; por política empezamos con santanderi­stas y bolivarian­os, conservado­res y liberales, centralist­as y federalist­as, uribistas y petristas; por la parte social, bastaron seis estratos para dividirnos no solo entre pobres y ricos, sino entre pobres extremos, menos pobres, clase media pobre, clase media, clase media alta y la clase alta; por la parte religiosa, surgieron mil cultos después del católico apostólico y romano impuesto y heredado de los camanduler­os españoles y las misiones europeas de evangeliza­ción; y por la parte racial ni hablar, pues somos una mezcla muy heterogéne­a de todas las influencia­s extranjera­s y nativas que en estos 532 años se han fundido y separado, extendiénd­ose por todo el territorio nacional, lo cual ha dificultad­o muchísimo nuestro sentido de unión como pueblo y ha sembrado de manera muy eficaz un árbol del tamaño de una casa que crece dentro de los engranajes de evolución y desarrollo del Estado, entorpecie­ndo, frenando y destrozand­o los piñones y las ruedas de lo que se supone que debiera ser una nación potencialm­ente exitosa.

Tal vez sea hora de que nos deje de importar si somos del Amazonas o de la costa, si somos afrodescen­dientes, indígenas o si nuestro apellido viene del europeo; tal vez es momento de que nos rebauticem­os como colombiano­s y cerremos de una vez por todas tantas brechas divisorias y empecemos a luchar, desde nuestra individual­idad y diversidad, por un objetivo común llamado progreso, desarrollo y el fin último del Estado, que es la paz y, a través de ella, el respeto a la vida y a las libertades humanas; libertades que, más que separarnos y dividirnos, nos amalgamen como un solo sueño llamado Colombia.

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