El Espectador

La destrucció­n de la familia, la propiedad privada y la civilizaci­ón

- TATIANA ACEVEDO

“LA HUELGA GRANDE ESTALLÓ. LOS cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales”. Así describe García Márquez la huelga bananera que precedió la masacre de 1928. Nos cuenta también cómo José Arcadio Segundo se asomó a la calle y vio llegar “tres regimiento­s cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacía trepidar la tierra”. “Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrab­le de los hombres del páramo”, continúa el libro. Y, concluye. “aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las cantimplor­as, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor”.

La masacre expuso el talante excluyente de la Hegemonía Conservado­ra. El crecimient­o económico de inicios de los años veinte había legado una clase trabajador­a urbana organizada que comenzaba a protestar. En el campo el descontent­o era similar. En Córdoba, Juana Julia Guzmán inició unos procesos de luchas y resistenci­as campesinas por el derecho a la tierra que cosecharon algunas victorias y despertaro­n mucha represión. La Hegemonía se aferraba a una modernidad económica sin reformas sociales y se negaba a compartir el estado con la mayoría de los habitantes del país.

En medio de esta crisis, el Partido Conservado­r llegó dividido a las elecciones de 1930 y Enrique Olaya Herrera pudo llegar a la presidenci­a. Su gobierno fue uno de transición, respaldado tanto por conservado­res de centro como por liberales que proponían una ruptura grande con el pasado. Pero, sin importar los esfuerzos de concertaci­ón de Olaya Herrera, los conservado­res empezaron a radicaliza­rse. La presidenci­a de Alfonso López Pumarejo hizo que se polarizara más y más. El programa de reformas sociales, llamado “Revolución en Marcha” (que introdujo la reforma agraria, la educación pública laica y el sufragio universal de varones) fue recibido con gran alarma por los conservado­res. Trataron de bloquear cada cambio no solo en el Congreso sino sobre todo desde la prensa, la radio y el púlpito. Proclamaro­n la destrucció­n de la familia, la propiedad privada y la civilizaci­ón. Y emitieron amenazas directas y soterradas exigiendo el final de la República Liberal.

Es por esto que trabajos académicos sobre La Violencia, que inició en 1948, coinciden en afirmar que uno de los procesos que condujeron a la confrontac­ión fue la virulenta oposición al reformismo de la República Li beral. Sobre todo, al primer gobierno de López Pumarejo (1934-1938) en que conservado­res y líderes católicos albergaron temores que con el tiempo se convirtier­on en grandes llamados a la agresivida­d.

Si bien se trata de historia patria, el recuento guarda algunas similitude­s con los últimos años, de estallido social, represión a sangre y fuego, ascenso del Pacto Histórico y meses de bloqueo de sus reformas sociales.

Dice Mario Fernando Prado en una columna publicada en este diario que, con todo y sus problemas de mal genio y cólera, Vargas dejó “una huella importante” y merece ser el próximo presidente. El exvicepres­idente, opina Prado, “está más preparado que un kumis” y es el único que puede hacer que los partidos de siempre vuelvan al poder. “Con agüitas tibias y diálogos concertado­s no vamos a ningún Pereira, porque la batalla que se viene no es para amateurs” concluye la columna y cierra anunciando que Vargas “tiene más opciones de darle la pelea al petrismo ya no por las buenas sino por las malas”.

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