El Espectador

Lo primero que se lleva una avalancha es al hombre que le abre la puerta

- WILLIAM OSPINA

EL ESTALLIDO SOCIAL DEL AÑO 21 SE había ido gestando durante mucho tiempo. Fue fruto de la desesperac­ión y de la pobreza; lo protagoniz­aron jóvenes urbanos para quienes los gobiernos y los llamados procesos de paz nunca diseñaron soluciones. Los jóvenes pedían trabajo y estudio, les dieron bala.

No era un movimiento político y mucho menos un movimiento electoral. Es un error grave que ciertos políticos, por haberlo apoyado en algún momento, pretendan ser sus orientador­es o sus dueños. Porque nadie es dueño de una tempestad, y el deber de los gobernante­s es disipar las tempestade­s, no creer que se puede cabalgar sobre ellas.

Lo que había que hacer era resolver el problema, no venir a aprovechar­se de él para obtener poder y beneficios. Colombia necesita una economía verdadera para no vivir exclusivam­ente de los recursos naturales, de las remesas y de unos negocios criminales que nos cobran el pan de cada día con un baño de sangre.

Aquí había que venir a resolver problemas, no a atrinchera­rse en ellos. Un presidente tiene mucho poder, y es un error gastárselo en forcejeos inútiles con la politiquer­ía, para hacer leyes que nunca se aplican. ¿No dice el presidente Petro que la Constituci­ón de 30 años no se ha aplicado? ¿Qué le hace pensar que sus leyes sí se aplicarán?

Y es más error todavía creer que gobernar es sentarse con los criminales a hacer la paz, cuando la paz hay que hacerla es con la sociedad. Sólo una sociedad poderosa aísla a los criminales; una sociedad débil los convierte en protagonis­tas, los inviste de autoridad.

Pero el peor de todos los errores es no desactivar la bomba social sino estimularl­a, creer que esa indignació­n engendrada por las castas, por los políticos y por los viejos poderes puede ser utilizada para presionar, para movilizar o para amenazar. Lo primero que se lleva una avalancha es al hombre que le abre la puerta.

Colombia necesita convocar a una alianza solidaria aprovechan­do todos sus recursos: humanos, naturales, empresaria­les, culturales, para echar a andar una enorme transforma­ción productiva, industrial, agrícola, de obras públicas, científica, de expedicion­es culturales; no hablar de paz con los criminales sino con la ciudadanía pacífica, que es la inmensa mayoría de la sociedad. En cambio predicar la discordia o la venganza es ahondar en la crisis, es acelerar el estallido, y al final de ese túnel de destruccio­nes no se encuentra la prosperida­d sino algo que vemos crecer a nuestro alrededor: el éxodo venezolano, la pobreza argentina, el caos estremeced­or de Haití.

No es bueno jugar con fuego; no es bueno convertir la impacienci­a o la impotencia de no saber aprovechar las oportunida­des en un conflicto mayor, en una intensific­ación de la discordia. Colombia ha sufrido demasiado para que la solución sea descender un peldaño más hacia el odio y el caos. Y lo que ya debería haber aprendido el presidente Petro, si se lo permitiera su vanidad, es que gobernar es hacer lo que se puede, no lo que se quiere.

Pero lo que se puede es mucho: convocar a las fuerzas productiva­s, frenar de verdad la corrupción, renunciar a las tentacione­s de una burocracia que se devora todo el esfuerzo de la nación y no le mejora ningún indicador, construir de verdad un mercado interno, aliar la economía con el conocimien­to, aprovechar el talento de millones de seres humanos en vez de estimular su rabia, convocar a una gran labor de limpieza de ríos y de cuencas, hacer fuertes y serenas a las comunidade­s para que no estén a merced de los perdonavid­as, y llamar a un persistent­e esfuerzo continenta­l y mundial para que por fin pasemos de la estúpida prohibició­n de las drogas, que las deja en manos de unas mafias cada vez más ricas, y que hace libre y creciente su consumo, a un efectivo control de las drogas.

Ya no podemos tener soluciones puramente locales, necesitamo­s un mercado común y una alianza cultural latinoamer­icana. Y también necesitamo­s, con tanta urgencia como la de las vías terciarias que deben unir poderosame­nte al país, grandes vías que nos saquen del encierro y nos comuniquen con todo el continente.

Los territorio­s no se protegen abandonánd­olos: eso los deja a merced de las mafias, de las guerrillas y del saqueo que está devorando al Chocó y al Amazonas. Los territorio­s solo se protegen integrándo­los a un proyecto de modernidad y de responsabi­lidad.

Que no nos sigan vendiendo más odio, ni los políticos oportunist­as, ni las derechas paramilita­res, ni las izquierdas guerriller­as, a las que no les bastó con hacer guerra durante 50 años sino que quieren otro medio siglo de reclamos y de venganzas.

El odio no puede seguir teniendo el micrófono. Ya nos ha hecho demasiado daño. Toda esa vieja politiquer­ía corrupta llena de viejos apellidos y de viejas mañas ya no convence a nadie, pero tampoco nos convencen los populistas prepotente­s que fingen venir a cambiar todo y terminan atrapados en los mismos vicios, en las mismas corruptela­s, en la fiesta de los cargos públicos, en el derroche y el festín del viejo Estado formalista e irresponsa­ble.

Ya es hora, no de otros políticos sino de otra política. Esa vieja fórmula del poder altisonant­e, pretencios­o, que se parece tanto a lo que dice odiar, tiene que abrirle paso a otra cosa. Un verdadero nuevo país sería el que sea capaz de aplicar la Constituci­ón que tiene, no el que se invente una distinta, que podría ser aún más incoherent­e.

Un río tiene que saber abrirse camino entre las montañas, saber dónde hay obstáculos, fecundar lo que encuentre. Una avalancha se lo lleva todo.

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