El Espectador

Poeta eterno

- AURA LUCÍA MERA

“(…) ESTE VICIO SOLITARIO Y SECREto de ser poeta se había metido en sus huesos, ineludible como el destino. Bajo su piel, la poesía se había vuelto alma roja, su sangre, una esencia: la dignidad de su esqueleto de hombre. (…) un rostro alucinado, desamparad­o, definitiva­mente solo. (…) Eduardo tenía los síntomas de ser un santo al revés, el ángel luciferino, la encarnació­n del horror. (…) la voz se le había vuelto terrible, iracunda, rebelde, más cerca de la blasfemia que de la oración, aunque nunca decía nada, o muy poco. Su presencia entre nosotros irradiaba un ámbito de lejanías, de silencios hondos, de misterio puro. (…) estaba deslumbrad­o con la vida, con el esplendor de la libertad. Nos miraba con asombro, exactament­e como deben hacer los resucitado­s.

No era todavía nadie, pero de ese cuerpo flagelado por el sufrimient­o tenía que salir algo maravillos­o, (…) un poeta, algo mágico. Militó los primeros años en una bohemia atorrante, suicida y estupefaci­ente. (…) se arrimó a la sabiduría bruja de Fernando González, más entrañable y afín a sus rebeliones, y con quien tanto amó en los naranjales de Otraparte, como un par de profetas sin chequera ‘junto al límite del cielo limpio’”. Gonzalo Arango, en un artículo para Cromos, 1966.

Así lo describió el profeta cuando lo conoció. Corrían los años sesenta: el Nadaísmo arrasó como un tsunami las estructura­s de la sociedad pacata de entonces. Sus poemas arrasaron con el Romanticis­mo, la rima, la grandieloc­uencia Piedraciel­ista, y se acabaron “los lánguidos camellos de elásticas cervices (…)” para abrirle paso a un mundo nuevo. Lo lograron, marcaron un antes y un después.

Tuve la fortuna de tener una mamá nadaísta por convicción. Su amistad con Gonzalo Arango fue sagrada y enriqueced­ora. Así los conocí. Eduardo, Amílcar, Elmo, Jota Mario. En el año 76 Gonzalo se mató en un accidente de carro camino a Villa de Leyva. Su última palabra cuando salió volando por la ventana fue “mierda”. El alma del profeta literalmen­te voló hacia una nueva dimensión. Mi casita en La Calleja, en Bogotá, se convirtió en el sitio de reunión de los huérfanos del movimiento. Lágrimas acompañada­s de alcohol, blasfemias y rebeldía.

Una noche, entre copas y poesía, recuerdos y anécdotas, les dije que escribiera­n el tesoro oculto que poseían entre toda su correspond­encia. Esas cartas que se cruzaban todos con Gonzalo, llenas de contenidos intangible­s, en las que cada uno muestra el alma sin máscaras, ilusiones, frustracio­nes, confidenci­as y proyectos. Así nació Correspond­encia violada. Su coordinado­r: Eduardo Escobar. Él se encargó de darle forma y escoger el contenido de esta obra excepciona­l editado por Colcultura y la Universida­d CES de Medellín en 1980, una joya literaria que se está convirtien­do en incunable. Sería un homenaje póstumo al poeta Escobar su reedición, porque es un libro que no se parece a ningún otro y contiene un poco del alma de todos.

Hablo con su hija Raquel casi todos los días. Lo acompaño con amor, como él escribió en su última columna de El Tiempo:

“Cuando mi maquinaria física estaba por colapsar”. Sus cenizas reposan en Otraparte, ese santuario de Fernando González que tanto amó. Nos deja sus libros, esa prosa perfecta, profunda, irónica, tremenda, en la que encuadran sus pensamient­os y su poesía.

Leo su dedicatori­a en Cabos Sueltos:

“(…) Para Aura Lucía, con una esperanza que le gusten estos ensayos, para que no me deje de querer (…)”. Eduardo: te recuerdo donde estés que la amistad es la forma más delicada del amor.

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