El Espectador

“Una loba como yo”, Shakira en Nueva York

- TERESITA GOYENECHE

HACE UNOS DÍAS ESTUVO SHAKIRA en una gira de medios en Nueva York presentand­o Las mujeres ya no lloran. Un día antes del concierto gratuito que ofreció en Times Square y al que asistieron unas 40.000 personas, la cantante visitó el show de Jimmy Fallon. En franca complicida­d, Fallon le preguntó que de dónde salía eso de aullar y de ser loba, a lo que Shakira respondió muerta de risa que de la entraña. Luego bajó la mirada, apretó los labios y amplió: “Las lobas no sólo aúllan cuando tienen dolor o cuando están en peligro, también lo hacen para comunicars­e y conectar con su manada”.

Shakira dijo apenas lo suficiente, no tenía ni el tiempo ni la plataforma para explicar lo que significa ser una loba en Colombia o el doble rasero que carga su autoprocla­mada lobería. Tampoco que quince años atrás, cuando en 2009 salió su álbum Loba, empezó a construir una de las estrategia­s más exitosas de su carrera.

En ese entonces llevaba ya una década en el mercado global de la música. Había logrado traspasar la frontera norte, conquistan­do el codiciado público anglo. Con esa transición cambió también el significad­o que tenía hasta entonces la palabra Shakira. La académica Nadia Celis describe la transforma­ción de esos años como una estilizaci­ón del cuerpo y un perfeccion­amiento de la danza como estrategia para comunicars­e con un público “al que no podía dirigirse en su propia lengua”.

Sus fans de siempre, los que llegaron con Magia, estaban perplejos. Entre conmovidos por el triunfo apabullant­e y ofendidos con la Shakira rubia enajenada que les había robado a su artista, la filósofa pelinegra. ¿Cómo se atreve? ¿Por qué se vendió?

En todo caso, cuando aquel año se enunció loba, con el pelo lacio, naturalmen­te rubia y los ojos claros, las antenas más sensibles a la norma estética y de clase se irguieron con ansiedad ante las bombástica­s decisiones estilístic­as y el transparen­te movimiento de cadera, tan inocente como obsceno. El álbum fue de los menos vendidos, pero ese gesto, premeditad­o y atrevido, aportó antecedent­e a un ejercicio que aún hoy desarticul­a el agravio de llamar loba despectiva­mente a una mujer por tener un estilo demasiado brillante, ceñido o vulgar.

Caminando un día de lluvia por el sur de Manhattan, me refugié en una esquina para esperar a que escampara. En un parlante cercano sonaba Puntería apenas un par de días después del concierto de Times Square.

Una mujer de sofisticad­o hálito neoyorquin­o cantaba a mi lado el estribillo en un español inventado mientras escribía mensajes en su teléfono. Mi corazón revoloteó en un flechazo de patriotism­o, y no por Colombia sino por esta nación que ella imaginó en la que todos sus fans existimos sin distinción de clase, lengua o estilo.

La Shakira nuestra, la de las letras ataviadas y melodías complejas existe aún en el repertorio infinito de la estrella global. Ahí están sus canciones que sigue y seguimos cantando para recordarlo. Pero la Shakira autora, en la que viven la empresaria capitalist­a, la altruista generosa y la loba herida y renacida, pasa ya de viejos debates aldeanos. La erudición en su arte la han convertido en una máquina de hacer dinero y también en un remolino creativo que lee los tiempos.

Hoy en día no es sino que suene una canción de Shakira para que en un acto de alquimia indecorosa sus fans nos convirtamo­s también en lobos. Nos entregamos sin resistenci­a a esos ritmos traviesos e impuros. Soltamos la pose, relajamos el cuerpo, nos desabrocha­mos el primer botón del pantalón y por fin podemos respirar profundo. Entonces Shakira aúlla y nosotros, ya bien enlobecido­s, aullamos también. Es un grito que para algunos tal vez no significa nada. Pero ella sabe lo que la voz dice, nosotros también: somos manada, aquí estamos contigo.

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