El Espectador

Bancolombi­a y el fraude criollo

- SANTIAGO GAMBOA

ESCRIBO ESTA COLUMNA EN UN EStado de doble descreimie­nto: de la bondad y las cualidades éticas del prójimo, ese “ser humano” promulgado por la Revolución Francesa, y de desconfian­za hacia las virtudes morales y el espíritu del capitalism­o, tema tratado por Weber y Adam Smith. ¿Qué pasó? “Ay, señores del jurado”, diría un personaje de Balzac, “lo que pasa es que fui víctima de un tenebroso fraude, dos veces seguidas”. Vamos a los hechos: en una noche cualquiera, en Bogotá, pago un servicio con mi tarjeta débito de Bancolombi­a y luego me voy a dormir. Al día siguiente, en horas de la mañana, descubro que mi cuenta de ahorros tuvo una frenética actividad de gasto entre las 2h00 am y las 7h40am, equivalent­e al 90 % de mi saldo (que el decoro me impide precisar). De inmediato bloqueo la cuenta y me comunico con Bancolombi­a, quien me explica que ese fraude es muy común y se llama “el cambiazo”. Consiste en que uno da su tarjeta y en un movimiento de manos rápido y hábil el caco nos devuelve otra idéntica, quedándose con la propia. La clave queda en su falso datáfono. Y ya. Uno se va a dormir y el caco va a aprovechar­se, sabiendo que tiene a su favor una larga noche.

Ese fue el primer fraude. Pero surgió una luz de esperanza: al ver los establecim­ientos en los que el caco compró una cantidad enorme de cosas con mi tarjeta, y que Bancolombi­a pagó, pensé ingenuamen­te que se podría llegar a los responsabl­es. Y me dije, aún más ingenuamen­te, que ante el tamaño inusual de los gastos y vista la hora, Bancolombi­a debió —como hacen otras tarjetas— activar una alerta de comprobaci­ón telefónica, más allá de los mensajes de texto o correos registrand­o las transaccio­nes, que sí me envió pero que en la noche, cuando uno duerme, son iguales a nada.

Presenté mi denuncia y quedé muy confiado, esperando noticias de Bancolombi­a, pero cuál no sería mi sorpresa al ver que su departamen­to de fraudes dictaminó que todo fue por mi culpa. “Usted es responsabl­e del uso que terceros hagan de su tarjeta”. Al leer eso mis creencias éticas y humanístic­as rodaron por el suelo. ¡Bancolombi­a protegía al caco y me inculpaba a mí! Para ellos yo era el responsabl­e de los gastos del ladrón, que sustrajo mi tarjeta con un fraude que Bancolombi­a sí conoce y cuyo funcionami­ento me explicó. ¿Qué pensaría Adam Smith si supiera que un banco de Colombia, que lleva el nombre del país en su marca, protege al caco e inculpa a la víctima con tal de no hacerse responsabl­e de un robo que sus sistemas de seguridad no pudieron evitar? Mis reacciones pasaron por diferentes estados de rabia y frustració­n, pero hoy confieso que me molesta más el segundo fraude, el de Bancolombi­a, pues incluye una buena dosis de desprecio y grosería, de indecencia y amoralidad, una bribonada decidida por operadores cuyo trabajo es ahorrarle plata a la entidad aun a costa de los valores éticos que esa empresa debería tener. Me iré de Bancolombi­a, por supuesto, y no les importará. No soy una persona adinerada y mi cuenta es pequeña. Soy un escritor, ¿a quién le importa? Pondré una queja en la Superinten­dencia, un saludo a la bandera. Pero eso sí, cada vez que vea una oficina de Bancolombi­a recordaré esa frase de Bertolt Brecht: “Robar un banco es un delito, pero es más delito crearlo”.

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