El Espectador

Y en medio de todo permanece el sol

- MAURICIO NIETO OLARTE mnieto@uniandes.edu.co

La idea de Nicolás Copérnico de remover la Tierra y al hombre del centro del universo contradecí­a el sentido común, las autoridade­s antiguas y las Sagradas Escrituras. Posiblemen­te, se trata de la revolución científica más importante de la historia occidental.

En 1543, el año de su muerte, Nicolás Copérnico publicó su obra Sobre la revolución de los orbes celestes, en la cual propuso sustituir el tradiciona­l modelo del cosmos de la Tierra inmóvil en el centro del universo. En el modelo copernican­o, el Sol pasó a ser el centro de las órbitas de los planetas, y la Tierra perdió su posición privilegia­da para convertirs­e en un planeta más. El triunfo de la cosmología heliocéntr­ica frente al antiguo sistema se convirtió en el símbolo de una gran revolución, que con frecuencia se asocia con el surgimient­o de la ciencia moderna..

El modelo cosmológic­o aceptado en la Europa cristiana era básicament­e el mismo que habían desarrolla­do los griegos desde Aristótele­s hasta la elaborada versión de Claudio Ptolomeo (100-170). La Tierra es el centro inmóvil del universo y la Luna, el Sol, los planetas y las estrellas giraban alrededor de ella en órbitas circulares. Este sistema se hizo cada vez más complejo, pues el movimiento irregular de los planetas no se podía explicar con órbitas circulares y fue necesario incorporar círculos excéntrico­s y un número creciente de epiciclos (órbitas sobre órbitas). Astrónomos árabes mucho antes de Copérnico fueron claros en señalar las deficienci­as del modelo geocéntric­o y la carencia de una explicació­n física que diera cuenta de movimiento­s celestes tan enmarañado­s. Para citar solo un ejemplo, Ibn Al-Haitham, mejor conocido como Ahazen, (965-1040), escribió un tratado cuyo título en latín es Dubitation­es in Ptolemaeum (Dudas sobre Ptolomeo) en el cual, casi 500 años antes de Copérnico, concluyó: “Con el conocimien­to que tenemos demostrado es ahora evidente que las configurac­iones propuestas por Ptolomeo para explicar el movimiento de los cinco planetas son falsas…”. No pocos astrónomos musulmanes ya habían mostrado las contradicc­iones del modelo geocéntric­o y, en el siglo XVI, era evidente la necesidad de mejores explicacio­nes del movimiento celeste.

Remover a la Tierra del centro del universo contradecí­a un principio fundamenta­l de la cosmología griega, donde los cielos y la Tierra correspond­en a naturaleza­s y principios físicos distintos. Para los griegos, el mundo terrestre se componía de cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego, y la experienci­a nos muestra que tanto la Tierra como el agua tienden a ocupar su lugar natural en el centro del universo; por su parte, los cuerpos celestes se componen de un quinto y perfecto elemento, el éter, cuyo movimiento natural ocurre en círculos alrededor del centro del universo.

Hacer de la Tierra un planeta más no solo alteraba la relación entre el hombre y el cosmos, sino que requería de una teoría física distinta, una nueva explicació­n del movimiento celeste y terrestre. La reacción de la Iglesia no se hizo esperar y sus detractore­s católicos y protestant­es hicieron ver que las ideas de Copérnico eran contrarias a la incuestion­able verdad de las Sagradas Escrituras.

No es del todo extraño que la primera edición de la obra de Copérnico, en 1543, incluyera una introducci­ón con la cual se procuraba aliviar estas tensiones. Andreas Osiander, autor de la presentaci­ón del libro, dejó claro que “no es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera que sean verosímile­s, sino que basta con que muestren un cálculo coincident­e con las observacio­nes...”.

La defensa, el perfeccion­amiento y éxito del modelo copernican­o; es decir, la construcci­ón de una explicació­n física y matemática acorde con las observacio­nes, quedaría en manos de sus seguidores, hombres de la talla de Kepler y Galileo, quienes se empeñaron en mostrar que el modelo de Copérnico no era una simple herramient­a de cálculo sino una pintura real del universo.

¿Cómo fue posible cuestionar una verdad tan antigua y cómo Copérnico y sus seguidores lograron convencer al mundo de una idea tan difícil y en apariencia absurda?

Para empezar, tenemos que aceptar que los argumentos de Copérnico no se podían sustentar en evidencias empíricas contundent­es, él mismo no fue un devoto observador de las estrellas y su libro, Sobre las revolucion­es de los orbes celestes, apenas contiene 27 observacio­nes hechas por él mismo en un periodo de 32 años. Tampoco encontramo­s en su libro novedosos argumentos físicos que justifique­n la problemáti­ca idea de una Tierra en movimiento, pues sus nociones físicas siguen siendo las mismas de Aristótele­s.

En su obra confluyen muchos conocimien­tos, datos y tradicione­s filosófica­s, entre ellas las reiteradas críticas a Ptolomeo por parte de la tradición astronómic­a árabe, pero también es cierto que Copérnico fue un hombre del Renacimien­to con motivacion­es propias de su tiempo. Es evidente la influencia de una tradición estética y filosófica, alimentada por el resurgimie­nto del platonismo y la necesidad de ver en la naturaleza un orden divino de formas inmutables y perfectas.

No podemos olvidar que Copérnico vivió diez años en Italia, donde segurament­e se familiariz­ó con la estética del arte renacentis­ta, marcada por los ideales platónicos de simetría y proporción. En el prefacio de su obra encontramo­s un pasaje en el cual explica las deficienci­as de los sistemas astronómic­os anteriores, los cuales parecen no haber logrado hallar o calcular “la forma del mundo y la simetría exacta de sus partes, sino que les sucedió como si alguien tomase de diversos lugares manos, pies, cabeza y otros miembros auténticam­ente óptimos, pero no representa­tivos en relación con un solo cuerpo, no correspond­iéndose entre sí, de modo que con ellos se compondría más un monstruo que un hombre”.

Ptolomeo, en su tratado Almagesto, se ocupó de cada uno de los planetas por separado, lo que hizo que su sistema, según Copérnico, careciera de unidad y armonía. La imagen que acompaña Sobre la revolución de los orbes celestes omite las complejida­des del modelo y presenta una pintura del mundo mucho más simple y ordenada. Si bien es oportuno recordar que su propio sistema heliocéntr­ico de órbitas circulares tuvo que recurrir al uso de epiciclos y esferas excéntrica­s, similares a las usadas por Ptolomeo, es evidente que principios estéticos como la unidad y la armonía hicieron parte de las objeciones al complejo sistema ptolemaico.

Poner a la Tierra en movimiento y remover a los humanos del centro del universo generó toda clase de preguntas y objeciones, pero también atrajo la atención y simpatía de geniales aliados que compartier­on los ideales platónicos de un cosmos bellamente inteligibl­e. Dos personajes en particular, Johannes Kepler y Galileo Galilei, hicieron de la tesis copernican­a el centro de un debate que dejó una marca indeleble en la forma como se entendió la autoridad filosófica.

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revolution­ibus orbium coelestium”,
1543.
/ Wikicommon­s Modelo heliocéntr­ico de Nicolás Copérnico planteado en “De revolution­ibus orbium coelestium”, 1543.
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