El Espectador

Perder el país

- LORENZO MADRIGAL

HACE VEINTICINC­O AÑOS UN FAMIliar amigo, empresario él, me preguntó sobre el comunismo y si este llegaría pronto. Me creyó visionario y por decirle algo le contesté que en veinticinc­o años. Acerté. Él ya murió.

El país se pierde por momentos y por horas. Así lo percibo desde hace un tiempo, pero quien lo afirmó por estos días fue uno de los Santos, no de los primeros ni de los segundos o terceros. Entiendo que de la cuarta generación de esta noble saga. Hay que reaccionar, dijo, porque perdemos el país.

No lo entendí como convocator­ia a ningún acto violento. Tampoco al ‘tumbis’ de épocas lejanas –Colombia, por cierto, ha sido escasa en derrocamie­ntos–, a Petro hay que dejarlo hacer el daño que esté haciendo. Él, amigo de peroratas, cree estar arrasando con todo lo anterior para empezar de nuevo, esa es por ahora su obra. Que deje algo a salvo, que entregue juiciosame­nte el poder, que otros ambiciosos políticos cesen en sus rivalidade­s. Que nadie crea que ha llegado su hora; que jueguen méritos alcanzados o que alguien ceda o que todos y más de uno se sacrifique. Que se escoja a uno de tantos, acaso como en Venezuela, a un tal Edmundo González, pero tampoco allá el asunto va a funcionar. Qué ingenuo es creer que Maduro permitirá que lo saquen del poder.

Porque el país se puede perder. Y se pierde para los pobres y para los medianos, los que estamos en el espantoso sándwich, en que se nos cree ricos sin serlo y padecemos la estratific­ación odiosa que confirma el dicho de “parecer rico y no serlo”.

Se acabará esa abundancia de góndolas con alimentos en los supermerca­dos, porque el campo falla, el transporte se encarece, el comercio de víveres se castiga y a nadie le halaga competir y abaratar. Todo, pero todo, se viene abajo, la esperanza de progresar se entristece. La alegría de vivir, así sea ilusión de caleidosco­pio, se opaca, como las viejas calles de La Habana, como la ruina, la escasez y el Estado policivo. Mejor vivir como pobres y aspirar a medianos, sin envidiar el desarrolli­smo que a unos pocos favorece, sin sentir pesar por el bien ajeno, como el que sintió Caín por la suerte de Abel, según las historias sagradas que fascinan a Timochenko.

El país se va a pique. Así lo vieron los manifestan­tes del domingo. Los había de todas las categorías sociales. Charras se veían algunas damas, gritando el consabido “¡Fuera Petro!”; yo me reía desde mi casa, pues entendía cuánto habían sido provocadas por el propio protagonis­ta, agitador del odio de clases y el mayor responsabl­e del que, azuzado, ya se propagó por el territorio. Pero no eran únicas ni escasas. Ese “fuera” es una maluca expresión de multitudes, pero no un grito de muerte. A menos que saliera de quienes secuestran y asesinan y hacen juicios callejeros, como los hizo Mao o el que se le hizo inmiserico­rde a José Raquel.

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