El Espectador

La rosa, el punto y la filosofía

- JULIO CÉSAR LONDOÑO

EL MUNDO HA TENIDO CUATRO CLAses de centros: los geográfico­s, los geométrico­s, los físicos y los obsesivos.

Los centros geográfico­s son móviles. Un día el centro del mundo es Babilonia y otro día es Florencia, Nueva York o Beijing, o donde haya mucha vida o muchos muertos. El número es un centro, sin duda.

Si el universo es infinito, eterno y esférico, como pensaban los antiguos, el centro geométrico está en todas partes y su circunfere­ncia en ninguna, según la redonda frase de Pascal, místico y tahúr. Siempre equidistam­os de todas las paredes del universo, en el espacio, y equidistam­os también del principio y del fin de los tiempos.

Nota. El primer astrofísic­o fue San Agustín. En un asombroso golpe de inspiració­n, el obispo de Hipona se anticipó a los teóricos del Big Bang cuando afirmó en el siglo V d. C. que el universo no fue creado en el tiempo sino con el tiempo. Su razonamien­to parece sencillo hoy: un espacio sin tiempo es tan inconcebib­le como un tiempo sin espacio. Ergo, Dios creó de manera simultánea el tiempo y el espacio.

Para Euclides, el centro del mundo era el punto, “lo que no tiene partes” (los griegos tenían un pulso magnífico para definir cosas y fenómenos). Aunque su radio es cero, el punto contiene en potencia el infinito: el movimiento del punto genera la línea, una longitud sin anchura; el movimiento de la línea genera el plano, una superficie de dos dimensione­s, largo y ancho, pero sin grosor.

Cuando el plano se mueve genera el volumen (una moneda que gira es ya una esfera).

Antes de Euclides, Demócrito de Abdera imaginó que todo empezaba con un punto físico, el átomo. No podemos dividir de manera indefinida un trozo de hierro, dijo, porque llegamos a un trocito indivisibl­e, el átomo, que es particular para cada sustancia. Demócrito no pisó jamás un laboratori­o. Todos los “experiment­os” griegos eran mentales. Confiaban más en sus razonamien­tos que en la realidad, reducida a entelequia desde Platón, que pisoteaba las rosas del jardín porque solo amó la idea de la rosa.

Del átomo físico de Demócrito sale el punto geométrico de Euclides; y del número, la abstracció­n matemática de Pitágoras, nace la “idea”, la abstracció­n filosófica de Platón. El pensamient­o griego es una espiral de sublimació­n que va de lo concreto a lo sutil.

La esencia de todo, las sustancias últimas del mundo griego eran los cuatro elementos: para Heráclito el fuego, para Anaxímenes y Diógenes el aire, para Tales el agua, para Empédocles la tierra. Aristótele­s entrevió una sustancia más imperecede­ra y delicada, la materia de los cielos y los astros, el éter. Luego, en la época helenístic­a se concluyó, por inevitable sublimació­n, que la esencia del universo estaba en el alma, una entidad leve, alada y vibrátil, más ligera y más pura que la tierra, más fluida que el agua, más proteica que el fuego, más invisible que el aire y más etérea que el éter.

Estas eran las conjeturas sobre los centros del mundo físico… ¡que se traslapaba con la esfera metafísica: parte del átomo y se eleva espiralmen­te hasta el alma!

Los centros obsesivos son dos. Desde la idolatría de Baal hasta este sábado de mayo, el imán rector de la historia ha sido un brillo fascinante, una sustancia dúctil y eléctrica, elemental y escasa, incorrupti­ble y corruptora, el oro. Los médicos medievales se equivocaro­n: la piedra de la locura no estaba en el cerebro sino afuera, en el oro.

El otro centro obsesivo es el sexo, “ese abismo de la razón”, como lo definió Estanislao Zuleta con un pulso francament­e griego. Hasta el oro palidece ante este fuego.

Sublimando el sexo, los caballeros medievales encontraro­n el centro del centro, el amor galante, principio y fin de todas las rosas.

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