El Espectador

Biblioteca­rio por un día

- SANTIAGO GAMBOA

ACABO DE TENER UNA DE LAS MEJORES experienci­as de mi vida de lector, y esto gracias a Comfama y su gestora cultural, María José Castaño, quien me invitó a ser “biblioteca­rio por un día” en la Biblioteca Pública Otraparte, en Envigado, muy cerca de la casa del pensador y escritor paisa Fernando González. Las biblioteca­s son verdaderos templos, y más aún las públicas, uno de los espacios urbanos más importante­s en términos de educación, democracia y ciudadanía. Hay dos tipos de lectores: los que nacieron con biblioteca y los que no. Yo tuve suerte. En mi casa familiar había unos cinco mil libros cuando nací, pues mis padres eran profesores universita­rios e intelectua­les. Uno de los que más me atraía, desde niño, era un grueso volumen de tapas duras con una cubierta en la que podían verse unas montañas nevadas y, en lo alto, una casa con un torreón de pieLLEGÓ dra. El título estaba en letras amarillas: La

montaña mágica, Thomas Mann. Editorial Diana, México. Traducción de Mario Verdaguer. 7ª Edición, enero de 1964. Antes de saber leer lo miraba intrigado y pasaba las hojas en busca de algo, ¿qué es lo que había ahí dentro? Años después lo leí en esa edición que aún conservo y, a pesar de haber intentado releerla en otras, esa quedó para siempre como mi Montaña mágica.

Para el segundo tipo de lector, el que nació en casa huérfana de libros, la biblioteca pública es una cuestión de vida o muerte. Ahí está todo lo que le faltó: la posibilida­d de multiplica­r su experienci­a, eso que, en el fondo, es cada libro leído: una nueva memoria, una vida secreta que incorporam­os a la nuestra. La literatura que vivimos al leer y que nos vive, o que vive a través nuestro y se abre paso a lo largo del tiempo, echando raíces en nuestra memoria. El lector huérfano de libros busca un padre y sufre el complejo de Telémaco, pero su biblioteca comienza con él y se ramifica. Los bibliotecó­logos son una nueva familia. No recuerdo quién dijo que las raíces de los lectores no se hunden en el suelo sino que trepan por las paredes usando tablas horizontal­es. La biblioteca es una planta que invade los muros y expresa una cierta nostalgia vegetal. Leer es irse por las ramas de ese enorme arbusto, donde cada tallo se ramifica en otros.

La mía ocupa dos grandes habitacion­es y progresa por los corredores. La de

Otraparte me pareció un lugar bello, apacible, con ese típico “silencio inteligent­e” que expresa conocimien­to y educación, pero también serenidad, protección, paz. En ese contexto pude hacer lo que más me gusta en la vida, que es hablar de libros. Y recomendar­los. Propuse leer a Tolstoi y a Dostoievsk­i, a Homero, a Marguerite Duras y a Virginia Woolf, a Rimbaud y a León De Greiff, a Alejandra Pizarnik. Los invité a hacer biblioteca­s en sus casas, pues esta es un retrato íntimo, tal vez el más íntimo y verídico que podemos tener. Los animé a llenar sus propios anaqueles no sólo con lo ya leído, sino con esos libros que uno compra y deja para más adelante. Y en el caso de los escritores, incluso de aquellos que aún no hemos escrito, pero cuya temperatur­a ya se puede percibir en algún invisible anaquel donde está ese espacio, el lugar vacío que algún día se ocupará con un libro propio y que será el más anhelado de toda la biblioteca.

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