El Espectador

Los ídolos se caen solos

- SORAYDA PEGUERO ISAAC

A PENSAR QUE EXISTÍA UN VÍNculo significat­ivo entre él y su héroe de la infancia. Primero se enteró de que el propietari­o de la barbería que frecuentab­a fue el peluquero personal de Thomas A. Edison. El señor Rocco tenía una foto de Edison colgada en la pared. Dos veces al mes, desde el sillón de la barbería, Paul Auster miraba la foto y leía la dedicatori­a escrita a mano: “A mi amigo Rocco: El genio consiste en un uno por ciento de inspiració­n y un noventa y nueve por ciento de transpirac­ión”.

La idea del vínculo especial se vería reforzada por una historia que le contó su padre. Después de terminar la secundaria, Samuel Auster trabajó como asistente de Edison en su laboratori­o de Menlo Park. A su hijo le hubiera gustado tener un megáfono para anunciarle a todo el mundo: ¡Mi papá trabajó para Edison! ¿Les he dicho que mi papá trabajó para Edison? Codo con codo, bajo el mismo techo, respirando el mismo oxígeno.

Paul Auster leyó dos biografías de Edison antes de cumplir los 10 años. Veía películas sobre su vida y fantaseaba con la posibilida­d de que los pensamient­os del inventor fueran transferid­os a su cabeza por las manos de Rocco el barbero. Hasta que cumplió los 14 años, su papá le ocultó la parte del cuento que derrumbarí­a la torre de admiración levantada por el pequeño Paul. Veinticuat­ro horas después de que empezara a trabajar en el laboratori­o, Edison despidió a Samuel Auster. Le dijo que fue admitido en su reino porque no sabía que era judío.

¿La caída de un héroe vivo nos desconcier­ta más que la de uno muerto?

La primera vez que fui a una firma de libros me detuve en la entrada del edificio con cara de estupor. ¿De dónde salió toda esa gente? ¿Cómo es posible que dos horas antes del evento la fila serpentear­a alrededor del patio de la universida­d y ocupara más de la mitad de la acera?

Mi amiga Valeri me regaló un libro del escritor latinoamer­icano que se presentaba esa tarde en Barcelona. Lo trajo de Buenos Aires. Me lo entregó una noche que estuvimos tomando mate en la terraza de su apartament­o. Trataba de disfrutar de esa infusión demasiado amarga para mi gusto. Me atreví a preguntarl­e si podíamos ponerle un poco de azúcar, a lo que Valeri respondió mirándome como si yo estuviera bailando la Macarena sobre la bandera de su país.

Cuando me enteré de que el autor favorito de mi amiga presentaba su nuevo libro en la ciudad, procuré dos ejemplares. Valeri había dejado Barcelona por el norte de Italia. Era un hecho que iría a visitarla antes de que acabara el año. Entré en la fila pensando en cómo iba a reaccionar al ver el libro con una dedicatori­a del hombre que aparecía en sus sueños, personific­ado en un cerebro que ella guardaba en una caja de zapatos.

Delante de mí había un muchacho con un sombrero de paja que tenía el ala vuelta hacia arriba. Llegamos al interior del recinto justo cuando anunciaban que el aforo del auditorio principal estaba completo. Nuestro hombre llegó con una camisa azul y sus encaramada­s cejas de diablo. Alcanzamos a ver su coronilla brillante avanzando por el pasillo central. Después de escucharlo por más de una hora, se formó otra fila para la firma de libros y empezó la parte del cuento que Valeri no conoce.

El muchacho del sombrero y yo empezamos a intercambi­ar sonrisitas nerviosas. Cada vez estábamos más cerca del objetivo. Lo vi estrechand­o la mano del escritor y vi cuando el escritor se negó a firmar el libro que llevaba porque no era la novedad que estaba presentand­o. Vi cómo el muchacho le daba las gracias, se despedía de mí con un gesto de la mano y se iba por donde vino.

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