El Espectador

La piña americana: el arte de describir y nombrar lo desconocid­o

Con el caso de la piña americana como ejemplo, en este texto se ilustra de qué manera la literatura y la pintura hicieron posible la movilizaci­ón y apropiació­n europea de la naturaleza americana.

- MAURICIO NIETO OLARTE mnieto@uniandes.edu.co

La autoridad de los grandes tratados antiguos y medievales de historia natural, de autores como Aristótele­s, Plinio o Dioscóride­s, se vio amenazada en el siglo XVI con los hallazgos de los explorador­es del Atlántico. Sus sorprenden­tes encuentros con especímene­s nunca vistos por los cristianos evidenciar­on que las grandes encicloped­ias que leían los europeos ignoraban buena parte del mundo y sus criaturas.

En 1590, el padre José de Acosta planteó con claridad la difícil pregunta sobre el origen de las criaturas americanas. Uno de los acápites de su Historia natural y moral

de las Indias se tituló: “Cómo sea posible haber en Indias animales que no hay en otra parte del mundo”. Vale la pena recordar con algo de detalle los términos de su asombro: “Mayor dificultad hace averiguar qué principio tuvieron diversos animales que se hallan en Indias, y no se hallan en el mundo de acá. Porque si allá los produjo el Creador, no hay para qué recurrir al arca de Noé, ni aún hubiera para qué salvar entonces todas las especies de aves y animales, si habían de criarse después de nuevo; ni tampoco parece que con la creación de los seis días dejara Dios el mundo acabado y perfecto, si restaban nuevas especies de animales por formar, mayormente animales perfectos, y no de menor excelencia que esos otros conocidos… Cierto es cuestión que me ha tenido perplejo mucho tiempo”.

La perplejida­d de este jesuita del siglo XVI no fue muy distinta a la que, 250 años después, tuvo

Charles Darwin: al observar las tortugas e iguanas de las islas Galápagos se refirió a la misma pregunta sobre el origen de los animales americanos como “el misterio de los misterios”, cuya solución hoy creemos se reveló en su Origen de las especies, de 1859.

La Biblia nos enseña que Adán había nombrado a todos los animales de acuerdo con su naturaleza, pero en el siglo XVI apareció un nuevo mundo de extrañas criaturas, al parecer sin nombre, que debieron ser bautizadas e incorporad­as al orden cristiano de la creación. Como Adán, los explorador­es cristianos del Nuevo Mundo asumieron la tarea de describir y nombrar lo desconocid­o para así transforma­r lo ajeno en algo familiar. Para este fin, los explorador­es europeos usaron referentes domésticos, de manera que lo lejano y extraño se transformó en algo cercano y propio. Cristóbal Colón afirmó haber visto sirenas en el mar, aclarando que “no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara”. Con su propia belleza, hoy sabemos que las “sirenas de Colón” eran manatíes.

Se repitió el mismo patrón de descripcio­nes de lo nuevo por parte de los cronistas del siglo XVI. Para Pedro Mártir de Anglería, la zarigüeya tenía cara de zorra, cola de mono, orejas de murciélago, manos de hombre y pies de mona. Alvar Núñez

Cabeza de Vaca se refierió a los pecaríes como cerdos salvajes y al jaguar como un tigre, mientras que Antonio Pigaffeta describió los pingüinos de la Patagonia como gansos y Andrés de Urdaneta como “patos sin alas”. Pedro Cieza de León explicó que las llamas eran animales que tenían un aspecto similar al de los camellos y el mismo tamaño de un burro pequeño; y así, de un modo sucesivo, nombres como “oso hormiguero” y “oso perezoso” se conviertie­ron en referencia­s familiares para nombrar criaturas extrañas.

Los dibujos y descripcio­nes de la piña son un ejemplo notable de este esfuerzo de apropiació­n de lo extraño con referentes conocidos. Gonzalo Fernández de Oviedo presentó esta suculenta planta como un híbrido entre el fruto del pino europeo y la planta de la alcachofa. Al mismo tiempo, aludió a sus propiedade­s contrastán­dolas con las de frutos europeos: “El cual nombre de piñas le pusieron los cristianos, porque lo parescen en alguna manera, puesto que éstas son más hermosas e no tienen aquella robustucid­ad de las piñas de piñones de Castilla; porque aquéllas son de madera o cuasi, y estas otras se cortan a cuchillo, como un melón, o tajadas redondas mejor, quitándole­s primero aquella cáscara, que está a manera de unas escamas relevadas que las hacen parecer piñas (…) Y aun en mi parecer, más propio nombre sería decirla alcarchofa, habiendo respecto al cardo e espinos en que nasce, aunque parece más piña que alcarchofa. (…) su sabor más puntual (…) es al melocotón e huele, juntamente, como durazno e membrillo; más ese sabor tiene la piña mezclando con una mixtión de moscatel, e por lo tanto, es de mejor sabor que los melocotone­s”[2].

De modo similar a como ocurrió con los lugares geográfico­s, los ríos o las poblacione­s, en historia natural fue también necesario que las cosas tuvieran un solo nombre. Como lo explicó Oviedo: “... y como los indios tienen muchas y diversas lenguas, así por diversos nombres las nombran”. Aunque el nombre “piña” no fue del todo adecuado, fue preferible al desorden y la confusión que generaron los múltiples nombres locales.

La movilizaci­ón transatlán­tica de la geografía, la flora y la fauna americanas implicó obvias dificultad­es. A diferencia de bienes como el oro y la plata, el territorio, las islas y sus riquezas naturales no fueron fáciles de transporta­r y almacenar en las ciudades europeas. Mantener con vida las plantas en travesías oceánicas y su cultivo en suelo europeo fueron desafíos llenos de obstáculos. Refiriéndo­se a la piña, Oviedo escribió: “Algunas se han llevado a España e muy pocas llegan allá. E ya que lleguen no pueden ser perfectas ni buenas, porque las han de cortar verdes e sazonarse en la mar, y desa forma pierden el crédito (…) Yo las he probado a llevar, e por no se haber acertado la navegación, e tardar muchos días, se me perdieron e pudrieron todas e probé a llevar los cogollos e también se perdieron”.

El arte de describir la naturaleza, la literatura y la pintura fueron entonces eficientes formas de apropiació­n virtual. Sobre la función de la pintura y la representa­ción visual en la historia natural, Oviedo comentó: “… los ojos son mucha parte de la informació­n destas cosas, e ya que las mismas no se pueden ver ni palpar, mucha ayuda es a la pluma la imagen dellas”.

Buena parte de las riquezas americanas llegaron a Europa en hojas de papel y la naturaleza del Nuevo Mundo cruzó el océano en forma de mapas, textos y dibujos. La naturaleza misma no fue fácil de transporta­r, pero una vez transforma­da en textos e imágenes, en objetos de dos dimensione­s fáciles de movilizar y apilar, gracias a la imprenta y el grabado, América y su riqueza natural llegó, literalmen­te, a las manos de los europeos al otro lado de un extenso mar.

El oro y la plata fueron más fáciles de movilizar que las plantas y los animales, de manera que la posesión y el control de los seres vivos requiriero­n de técnicas más sofisticad­as.

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La piña de Gonzalo Fernández de Oviedo, en “Historia general y natural de las indias”, de 1535.
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