Un grupo musical
La vida del llamado Grupo de Barranquilla está amenizada por la música. En su libro, Crónicas sobre el grupo…, republicado por Ediciones La Cueva, Alfonso Fuenmayor habla de un torturado Tchaikovski y menciona obras de la música universal como las oberturas de Rossini, el Nocturno número 8 de Chopin, El festín de Baltazar, de Sir William Walton y el Alexander’s Ragtime Band, del prolífico Irving Berlin.
Los más veteranos recuerdan que Alejandro Obregón lanzó al mar los discos de los cuatro conciertos brandenburgueses de Bach porque estaban “influenciando” su pintura, y muchos sabemos que la Suite No. 1 para violoncello de ese autor alemán era la pieza que García Márquez hubiera querido llevarse a una isla desierta si solo hubiese podido llevar una.
En cierta ocasión, dos críticos españoles visitaron a Gabo para señalarle las similitudes de estructura narrativa que habían hallado entre El otoño del patriar- ca y el Tercer concierto para piano, del húngaro Bela Bartok.
Al Nobel no lo sorprendieron tanto las razones de los investigadores como el hecho indiscutible de que, mientras escribía El otoño, aquella era la pieza que más escuchaba.
De la vida del grupo en la Barranquilla de los cincuenta nunca sabremos qué canción era la que bailaban pegados, cachete con cachete, el miembro más alegre de aquella cofradía, el pintor Orlando Figurita Rivera y la hermosa Nena Tabares, hija del dueño del circo en el que ambos trabajaban.
No olvidemos que Daniel Santos se quiso llevar a Figurita como integrante de su coreografía, tras verlo bailar en el Teatro Colombia.
Dos piezas de Agustín Lara son mencionadas por Fuenmayor en sus crónicas: el chotís Madrid, por la “crema de la intelectualidad” y el bolero Piénsalo bien.
Alfonso cita en su libro frases de Bruca Maniguá, que el vocalista cubano Miguelito Valdés hizo popular con la orquesta Casino de La Playa, y cuenta el episodio del traganíquel que encontraron en una tienda de Puerto Colombia, con una sola canción valiosa, el porro Playa Blanca, de Julio Erazo, y que Cepeda Samudio repitió toda la tarde.
Por supuesto, en razón de su grandeza, es de la música preferida por García Márquez de la que más sabemos. No sólo de la que brotaba de su guitarra a dúo con su hermano Luis Enrique, sino de las primeras canciones de Escalona, que él consentía en su armónica, la que sus amigos, agotados por su cantaleta musical, le hicieron también botar al mar. Después, Gabo volvería a la intensidad de un deseo cultivado desde su infancia: comprarse un acordeón.
Él, su primera declaración de amor por el vallenato la hizo desde Cartagena, en mayo de 1948, cuando inició una de sus columnas en El Universal con la frase: “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”.
Gabo era cantante y de los buenos, a juicio de su amigo Rafael Escalona. Cantó a dúo boleros y rancheras en París con Carlos Fuentes, y si Cien años de soledad es un vallenato de 450 páginas, El amor en los tiempos del cólera es un bolero de Bienvenido Granda, el bigote que cantaba en la Sonora Matancera. Esta columna apenas comienza.