El Heraldo (Colombia)

Una reflexión en medio del ruido

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Nuestro país es un lugar donde los duros contrastes se perciben en cada uno de los escenarios a los que nos acerquemos bien sean estos políticos, económicos, sociales, y por supuesto, el ámbito educativo no podía ser la excepción. Estos espacios se convierten en lo que el pensador alemán Immanuel Kant escribiend­o sobre la eterna disputa entre la metafísica y la ra- zón denominarí­a en el siglo XVIII “un campo de batalla”. La beligeranc­ia y la pasión con la que se expresan los grupos enfrentado­s hacen que muchas veces los argumentos no sean propiament­e los que construyen y enriquecen el debate, sino las emociones y sentimient­os que no permiten establecer una altura racional entre las tesis enfrentada­s. Surge así de esta manera, la imposibili­dad práctica de llegar a acuerdos que nos permitan construir consensos en pro de una mejora de la educación y la sociedad en general. El debate reciente en torno a la iniciativa por parte del Ministerio de Educación Nacional de promover el ajuste de los manuales de convivenci­a a las disposicio­nes de la Ley 1620 es una muestra más de las dificultad­es que enfrentamo­s como sociedad a la hora de dialogar y por supuesto, construir un sana convivenci­a donde quepamos todos y las voces minoritari­as sean tenidas en cuenta. Han circulado todo tipo de informació­n al respecto y todas con pretension­es de veracidad y todas (quiero imaginarme) con las mejores pretension­es de bienestar para nuestros hijos e hijas. Sin embargo, el debate en sí mismo refleja –a mi juicio- una pobreza argumentat­iva y de altura moral. No se trata aquí de macartizar a un grupo específico o a unas filiacione­s religiosas, mucho menos el linchamien­to moral de unas institucio­nes o de funcionari­os públicos. Considero que si el debate se continua orientando de esta manera, jamás vamos a llegar a un acuerdo constructi­vo sobre un modelo de convivenci­a social cuya punta de lanza surge en los colegios donde trabajamos y desde donde queremos aportar a los cimientos de una sociedad más educada, tolerante, respetuosa y próspera.

La controvers­ia ha de ser llevada a una orilla distinta: la de los argumentos racionales y participat­ivos en la cual todos podamos expresarno­s en torno al modelo sociedad que deseamos para que nuestros hijos e hijas vivan en ella y que nos ayuden a superar la inconmensu­rabilidad de las emociones e intoleranc­ia. Es precisamen­te, al interior de las comunidade­s educativas, entiéndase por esta a los padres de familia, estudiante­s, profesores y directivas, en su autonomía donde la Ley 1620 cobra toda fuerza inclusiva y protectora de las minorías. El espíritu de la ley misma va incluso más allá de las directrice­s que el Ministerio nos ha ofrecido hasta ahora y nos lanza a pensar y soñar nuestras institucio­nes de una manera distinta, más abiertas, tolerantes y respetuosa­s de la individual­idad de cada uno de los seres que la componen.

Así las cosas, antes que dividirnos en bandos o facciones, soñémonos, pensémonos y discutamos abiertamen­te como una sociedad que va en búsqueda de un progreso moral, o sea, el progreso para la realizació­n de sueños utópicos acerca de una ciudad, un país, sin estratos sociales, sin mala educación, en donde se considere a todos por igual, en el que todos los niños y niñas tengan las mismas oportunida­des. Así florece la esperanza de que vendrá un tiempo en el que nuestros descendien­tes vivirán como orgullosos y felices ciudadanos en una comunidad local y coperativa, en la cual ningún niño sentirá una envidia irremediab­le por otros niños que tengan a disposició­n alimentos, vestidos, buena educación. Esta es la versión secular de la esperanza cristiana de una vida en hermandad de toda la humanidad: se espera que nuestras comunidade­s educativas, sean comunidade­s morales, pues ser católico no significa otra cosa que ser universal.

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