La violencia eterna
Colombia es señalada y reconocida como uno de los países más violentos del mundo. Es cierto que desde que nos independizamos de España no hemos tenido tregua con un comportamiento violento que ha asumido diversos nombres, características, formalidades y justificaciones. Hemos probado de todo, desde el supuestamente altruismo doctrinario hasta la más vulgar de las justificaciones como el poder del dinero. Las bombas amarradas al cuello de la víctima, las iglesias incendiadas y arrasadas llenas de niños y ancianos, las masacres múltiples -tan condenables en la historia como los asesinatos-, el secuestro en masa, multiplicado,; o por gritar en las plazas de mercado un domingo “yo soy liberal” o “yo soy conservador”. Nada nos justifica ante el mundo y ante nosotros mismos estas actitudes salvajes que han marcado nuestra historia. Como dijera Gómez Hurtado: Es el sello de identidad que nos distingue, pero al mismo tiempo nos condena en nuestro propio infierno.
Y así nos ve el mundo y nos califica y nos clasifica y nos critica. Pero no somos los únicos. Porque levantar la mirada lentamente hacia el pasado o vivir estas tragedias del presente nos hace comprender que el mundo entero siempre estuvo loco, lo sigue estando y en él, qué paradoja, cuando más avanzamos en tecnología y ciencia, más se recrudece la violencia en todas sus formas. No hace más de setenta años se sentían las consecuencias que un loco llamado Hitler provocó en sus desvaríos y ambiciones, resumiendo siete años después la muerte de veinticinco millones de personas. Las guerras de Corea y Vietnam, posteriormente, los sesenta años de intestino enfrentamiento en entre judíos y árabes, las batallas religiosas de Gran Bretaña, las masacres de África y los horrores de Asia, detrás del escudo religioso, que se une en cordón umbilical interno con las posiciones actuales de un fundamentalismo musulmán absurdo. Todo ello, todo ese conglomerado de crímenes, toda esa ola mundial y gigantesca de odio y pasiones dominadas por la avaricia, la ambición, el egoísmo y la esquizofrenia absoluta, dizque mostrando ideales, nos hace pensar a veces que nosotros, aquí en Colombia, quizás, de pronto, suponemos, posiblemente, con nuestros siete millones de víctimas propias, no somos más que un pigmeo ante el escenario mundial en este tema.
Samaniego, que tanto escribió y amó la paz, dijo en una entrevista por el Nobel que quisiera quedarse ciego y sordo si ello contribuía a tranquilizar su alma ante tanto horror de las violencias que explotaban en el mundo. Para no ir muy lejos, en América el panorama es espantoso cuando recordamos las desapariciones de los Videla en Argentina, o las torturas de Pinochet, o las cárceles secretas llenas de tortura de las dictaduras en Paraguay, o los tiroteos masivos frecuentes, homofóbicos en los Estados Unidos, o los estudiantes descuartizados en México, o las torturas y desapariciones grupales en Guatemala. Y ahora, para cerrar la vitrina, la salvaje persecución política, con sangre de por medio, en Venezuela. Es todo un mundo donde reina la violencia eterna y Colombia, no es para justificarnos, donde no tenemos arcángeles, no hace otra cosa que ponerse a tono con el resto de la humanidad para que no le vayan a decir que estamos atrasados.