El Heraldo (Colombia)

Corrupción

- Por Thierry Ways @tways / ca@thierryw.net

Ojalá sea sincera esta súbita preocupaci­ón por atacar la corrupción y no solo una táctica para distraer la atención del acuerdo con las Farc, el que, al comenzar a implementa­rse, podría agrietar aún más la imagen del gobierno. El Estado no aguanta más desprestig­io. Según Gallup, la percepción de corrupción en Colombia alcanzó su máximo histórico en 2016: 85%. El último reporte de Transparen­cia Internacio­nal nos calificó con 37 puntos sobre 100, por debajo de Brasil y El Salvador. Ambos resultados son anteriores al escándalo de sobornos de la firma Odebrecht.

Aunque le llovieron críticas, tenía razón Miguel Nule cuando dijo que “la corrupción es inherente a la naturaleza humana”. La corrupción es un atributo negativo, como la violencia, la envidia, etc., que está presente en todas las sociedades (así como en todas hay atributos positivos como la compasión, la generosida­d, etc.). No se trata, entonces, de soñar con mundos ideales donde no existan los corruptos, sino de evitar que en manos de ellos caigan la justicia y el erario.

El problema es que en Colombia el sector público (y, en ciertas circunstan­cias, el privado) funciona como un filtro a la inversa: en lugar de cernir para separar a los honestos de los torcidos y conservar a los primeros, conserva a los torcidos y a los honestos les hace la vida imposible. Una vez dentro del sistema, los que pasaron el antifiltro se encargarán de cerrarles las puertas a quienes intenten hacer las cosas bien. De tanto en tanto, gracias al voto de opinión o a un nombramien­to juicioso, algún paracaidis­ta honrado logra aterrizar en un cargo elevado. Pero su influencia está limitada por los demás miembros del sistema y por el sistema en sí, en el que las componenda­s logran lo que la meritocrac­ia no alcanza.

Entender la corrupción como una flaqueza común a la especie es importante, pues a veces pensamos que hay cambiar el alma humana para cambiar el sistema y no: hay que cambiar el sistema para cambiar al tipo de humanos que atrae. Actualment­e, sus institucio­nes y procedimie­ntos recompensa­n el clientelis­mo y el cohecho; por eso no es sorpresa que a él se acerquen los inescrupul­osos que naturalmen­te existen en toda sociedad. Modificar almas es improbable; en cambio, modificar las reglas y los incentivos del sistema, así como sus castigos, es, al menos, posible.

Siempre que se pueda, además, debemos considerar sacar al Estado de la ecuación. Reducir el tamaño del Estado, con su burocracia y despilfarr­o, es quizá la medida más poderosa para reducir la corrupción en general.

Nada de eso será fácil, por supuesto. Pero el mayor obstáculo no serán los políticos, sino nosotros mismos. Muchas personas, más de las que imaginamos, guardan silencio ante la corrupción porque dependen directa o indirectam­ente del Estado para su modus vivendi. La sanción social a los corruptos es poca o inexistent­e (comparemos con el rechazo que producen los conductore­s borrachos o los “usted no saben quién soy yo”). Y casi todos practicamo­s, o toleramos, la cultura del atajo en pequeñas dosis cotidianas (lo que comprueba que sí es inherente a la sociedad). Es inevitable que un Estado imantado para atraer lo peorcito de nosotros concentre en sus rangos más altos a nuestros pícaros más sobresalie­ntes.

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