El Heraldo (Colombia)

La seño Matilde

- Por Alberto Martínez

A los que se enamoraron de su maestra

En ocasiones, el amor viene untado de tiza. Lo despierta la magia de una mujer a quien uno, apenas la ve, declara el amor de su vida.

Ella, inocente, intentará fungir como la maestra con sus espléndido­s cono- cimientos de matemática y literatura, pero nuestra intención de cada mañana será buscar el momento más oportuno para proponerle matrimonio.

A eso iba yo al colegio de banquitas de la profesora Matilde, en la calle Colombia del barrio Olaya Herrera, en Cartagena (le llamaban de banquitas porque cada quien tenía que llevar la suya para poder sentarse).

Más que una escuela, aquel era en verdad un salón en el que interactuá­bamos tres grupos: los que iban a estudiar, los que iban a molestar y los que íbamos a enamorarno­s de la seño. Allí todos recibíamos todas las clases, de la mano de la misma educadora, a la misma hora.

Realmente no supe qué decía, y no me importaba mucho, pero el movimiento lento de sus labios dejaba escapar siempre un ritual de palabras que entechaba paulatinam­ente la mañana. Ella no caminaba: se deslizaba como bailarina rusa, mientras su densa cabellera castaña flotaba y la fragancia alegre de su perfume dulce nos cubría con una estela de la que resultaba difícil escapar.

Era una excelente profesora, aunque solo lo sabría después. Y tenía la mano dura, aunque tampoco me enteré.

En cierta ocasión, uno de mis compañeros se defendió de alguna travesura, asestándom­e un golpe en la parte más noble del cuerpo. Tenía que contárselo a mi amada, así que, una vez recuperé el aliento, exploré varias posibilida­des para no tocarla con mis palabras.

No podía decirle “bolas” o “pelotas” porque, si bien coincidían en las formas, eran muy vulgares para aquella dama; criadilla sonaba a la plebedad del toro, y ni escroto ni testículos habían ingresado a mi diccionari­o justamente por andar en la nebulosa del amor primaveral.

Lo tengo, me dije, y me dirigí a ella como galán de radionovel­a: “Seño –llamé su atención–, Felipe me dio un golpe en las chácaras”. Por supuesto que a la profesora no le cayó en gracia el vocablo.

Como castigo merecido pudo darme unos reglazos o mandarme de regreso a casa, pero no: me obligó a estar de pie, y a pleno sol, durante una hora, contra la pared del patio. ¡Tan tierna!

A mis 6 años no fui capaz de decirle nunca a la seño Matilde que la amaba. No tuve la valentía del adolescent­e Enmanuel Macron con su profesora Brigitte Trogneux, hoy flamante primera dama del Palacio del Elíseo, para confesarle el sentimient­o que por meses guardaba.

Lo cierto es que a los 8, cuando mis padres decidieron enviarme a un “colegio de verdad”, en el centro de Cartagena, los tutores me ubicaron en el tercer grado de primaria al juzgar que era un estudiante muy avanzado. Lo que son las cosas del amor.

Quién sabe qué será de la vida de la seño Matilde, pero donde quiera que se encuentre, hoy deseo decirle que fue la maestra más bonita del mundo.

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