Doble reinserción
En los últimos meses he visitado algunos de los territorios más golpeados por la violencia en el último medio siglo: el norte del Valle del Cauca, el oriente del Cauca, el norte del Chocó, el oriente del Meta, el norte de Antioquia, los Montes de María, la Ciénaga Grande del Magdalena. Sin excepción, sus habitantes expresan dos sensaciones contradictorias: la esperanza y el miedo.
Los efectos de la desmovilización de las Farc son evidentes; por supuesto, el más importante de ellos es que ya no hay muertos. La gente se siente como en un sueño, como si hubiese recibido un regalo inmerecido; esta nueva tranquilidad, extraña y silenciosa, es asumida con regocijo, pero también con desconfianza.
Algunos campesinos estuvieron acostumbrados a tratar con la guerrilla, desde las minucias domésticas hasta los más importantes asuntos legales y financieros. El Estado no existía, era una idea lejana que a veces se materializaba en la forma de alguna patrulla militar pidiendo agua en una tienda o en el fragor de los tiros de fusil en las colinas cercanas. La verdadera autoridad siempre fue ejercida por las Farc, para lo malo y también para lo bueno. En medio de esa situación, que a muchos nos parece aberrante, vivieron por décadas millones de personas en las zonas rurales del país, sin que a nadie pareciera importarle mucho.
Por eso, ahora que las Farc no están, muchos de los habitantes de estas zonas rurales no saben bien cómo pensar en el Estado, en su autoridad nueva, en sus promesas de ayuda, en los discursos en los que les explican que ahora las cosas serán diferentes, que el Gobierno los protegerá de todos los males. Hay pueblos enteros que miran con recelo a los soldados que por fin se atrevieron a entrar en los cascos urbanos, porque de inmediato los relacionan con la violencia paramilitar. Otros se acercan a los oficiales para decirles que la vecina les robó unas gallinas, o unos cerdos, o que un hombre llegó borracho y molió a golpes a su esposa, con la expectativa de que el asunto se resuelva como cuando las Farc mandaban, y no logran entender que las cosas han cambiado, que la institucionalidad renovada exige cumplir con algunos procesos: poner una denuncia, esperar una investigación, ir a juicio.
En el fondo, los habitantes del campo, cuya vida es ajena a las discusiones que en su nombre se dan en Bogotá, saben que la firma de la paz es una buena cosa, que ahora son libres de ir adonde quieran, cultivar lo que quieran, venderle a quien quieran, acostarse a dormir a la hora que quieran; y por sobre todo, que ya no hay muertos. Pero en la práctica el Estado no solo tendrá que hacer un esfuerzo enorme por reinsertar a los ex combatientes de la insurgencia; también se necesita reinsertar a sus víctimas, devolverles la confianza en las instituciones, demostrarles que pertenecen a una nación y –este es el mayor reto– permanecer en esas zonas para siempre, para que sus habitantes no comiencen a añorar los tiempos en los que su país era el país de las Farc.
El mundo de Turcios