Una orden al oído
Cuando Donald Trump fue elegido presidente de Estados Unidos las reacciones fueron, casi en su totalidad, de aprensión y desasosiego. Sin embargo, en medio del pesimismo generalizado, algunos analistas convinieron en disipar las previsiones más apocalípticas acerca de la nueva administración de la Casa Blanca. El más importante de los argumentos esgrimidos por quienes llamaron a la calma es que el gigantesco aparato burocrático de Washington, una maraña de oficinas encargada de un sinnúmero de funciones, en la práctica funciona como un controlador eficaz de los poderes del hombre más poderoso del mundo.
Esta idea, que parece sensata, parecía confirmarse cuando, por ejemplo, algunos sectores usaron los recursos legales disponibles para frenar las medidas de Trump que restringían la entrada a territorio estadounidense de ciudadanos provenientes de ciertos países. No obstante, estos mismos sectores, supuestamente comprometidos con ideas más liberales, no lograron detener la decisión ejecutiva de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París.
Los primeros meses del gobierno Trump han sido, en muchos sentidos, un pulso entre la Oficina Oval y los grupos de opositores que, dentro del Estado, pretenden hacerle contrapeso a un gobierno que a su juicio es irresponsable, impúdico y peligroso.
Pero, sin que se asuman como menores los asuntos de la inmigración o el medio ambiente, el despido injustificado del director del FBI, James Comey, y las cosas que al respecto ha afirmado durante su comparecencia en el Senado son de una gravedad que no puede negarse.
No pecaremos de ingenuos pensando que las actuaciones de las agencias de seguridad de Estados Unidos son transparentes –no lo son las de ninguna institución de este tipo en el mundo–, pero las peticiones de lealtad del presidente y el ulterior despido de Comey, presuntamente por negarse a interrumpir una investigación sobre la injerencia de Rusia en las recientes elecciones, deja claro que dentro del gobierno norteamericano campean las intrigas, la descoordinación y las oscuras alianzas con los contradictores ideológicos en el extranjero.
A James Comey lo despidieron por no atender una orden susurrada a su oído como una petición de lealtad. Este episodio no pasaría de ser una confirmación de todas las teorías de conspiración acerca de cómo se manejan los hilos de poder en el más poderoso de los países, si no fuera porque allí, contra esas mismas teorías y sus difundidores gratuitos y pagados, es un crimen muy grave que un presidente trate de obstruir una investigación legal.
Y que el ex director del FBI haya hecho públicas sus conversaciones con el presidente, que le haya llamado mentiroso y difamador, y que haya dejado en el aire la posibilidad de un delito fraguado sin el menor reparo por sus implicaciones en la seguridad nacional del país y de una eventual mella en su liderazgo global, pondrá a prueba de nuevo la capacidad del sistema para contrarrestar los desmanes de un hombre cuyas decisiones cotidianas, por más insignificantes que parezcan, tienen la capacidad de afectar la seguridad y la vida de miles de millones de personas en todo el planeta.