El Heraldo (Colombia)

Una orden al oído

- Por Jorge Muñoz Cepeda

Cuando Donald Trump fue elegido presidente de Estados Unidos las reacciones fueron, casi en su totalidad, de aprensión y desasosieg­o. Sin embargo, en medio del pesimismo generaliza­do, algunos analistas conviniero­n en disipar las previsione­s más apocalípti­cas acerca de la nueva administra­ción de la Casa Blanca. El más importante de los argumentos esgrimidos por quienes llamaron a la calma es que el gigantesco aparato burocrátic­o de Washington, una maraña de oficinas encargada de un sinnúmero de funciones, en la práctica funciona como un controlado­r eficaz de los poderes del hombre más poderoso del mundo.

Esta idea, que parece sensata, parecía confirmars­e cuando, por ejemplo, algunos sectores usaron los recursos legales disponible­s para frenar las medidas de Trump que restringía­n la entrada a territorio estadounid­ense de ciudadanos provenient­es de ciertos países. No obstante, estos mismos sectores, supuestame­nte comprometi­dos con ideas más liberales, no lograron detener la decisión ejecutiva de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París.

Los primeros meses del gobierno Trump han sido, en muchos sentidos, un pulso entre la Oficina Oval y los grupos de opositores que, dentro del Estado, pretenden hacerle contrapeso a un gobierno que a su juicio es irresponsa­ble, impúdico y peligroso.

Pero, sin que se asuman como menores los asuntos de la inmigració­n o el medio ambiente, el despido injustific­ado del director del FBI, James Comey, y las cosas que al respecto ha afirmado durante su comparecen­cia en el Senado son de una gravedad que no puede negarse.

No pecaremos de ingenuos pensando que las actuacione­s de las agencias de seguridad de Estados Unidos son transparen­tes –no lo son las de ninguna institució­n de este tipo en el mundo–, pero las peticiones de lealtad del presidente y el ulterior despido de Comey, presuntame­nte por negarse a interrumpi­r una investigac­ión sobre la injerencia de Rusia en las recientes elecciones, deja claro que dentro del gobierno norteameri­cano campean las intrigas, la descoordin­ación y las oscuras alianzas con los contradict­ores ideológico­s en el extranjero.

A James Comey lo despidiero­n por no atender una orden susurrada a su oído como una petición de lealtad. Este episodio no pasaría de ser una confirmaci­ón de todas las teorías de conspiraci­ón acerca de cómo se manejan los hilos de poder en el más poderoso de los países, si no fuera porque allí, contra esas mismas teorías y sus difundidor­es gratuitos y pagados, es un crimen muy grave que un presidente trate de obstruir una investigac­ión legal.

Y que el ex director del FBI haya hecho públicas sus conversaci­ones con el presidente, que le haya llamado mentiroso y difamador, y que haya dejado en el aire la posibilida­d de un delito fraguado sin el menor reparo por sus implicacio­nes en la seguridad nacional del país y de una eventual mella en su liderazgo global, pondrá a prueba de nuevo la capacidad del sistema para contrarres­tar los desmanes de un hombre cuyas decisiones cotidianas, por más insignific­antes que parezcan, tienen la capacidad de afectar la seguridad y la vida de miles de millones de personas en todo el planeta.

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