¿Un partido de creyentes?
Encuentro entre las informaciones de la semana que podría aparecer un nuevo partido llamado Libres del que podrían hacer parte los 10 millones de cristianos que constituyen los distintos grupos religiosos distintos de la Iglesia católica.
Después de su exitosa participación en el plebiscito del 2 de octubre, en que apoyaron el No a los acuerdos y de la movilización contra la cartilla de educación sexual entendieron que por quedarse recluidos en las iglesias “no conquistaron los sitios de poder” y que solo los han buscado “para que guíen sus rebaños a votar por alguno de los políticos que luego los abandonan”. Por tanto “están cansados de que los consideren marcianos”.
Leyendo estas consideraciones uno puede preguntarse: ¿qué pasaría si la Iglesia católica en Colombia decidiera convertirse en un partido político? Lo pienso y encuentro que:
1.- Estaría repitiendo un error que, después del Concilio Vaticano II se pudo mirar como una gran equivocación histórica. Fueron años en que la evangelización fue limitada por las pasiones políticas y en que se obró bajo la equivocada convicción de que la suerte de la Iglesia estaba atada a la del partido conservador. Los esfuerzos dedicados a combatir el liberalismo, primero, después el comunismo, más adelante a los masones y a los protestantes, impidieron una dedicación total al anuncio del Evangelio. Esa historia dejó, entre otras, la enseñanza de que religión y política, mezclados, solo obtienen un coctel explosivo y dañino; que eso sería un partido católico.
2.- Estaría abandonando su misión, o subestimándola. El llamado de la Iglesia dejaría de ser universal, es decir, abierto a todos y se restringiría a los leales al partido. Una Iglesia que no debe excluir a nadie, estaría excluyendo a los de los otros partidos.
Además su doctrina quedaría reducida a los términos de las tesis partidistas. El reino, que no es de este mundo, tendría las fronteras de los reinos de este mundo.
3.- Y entraría en la Iglesia la corrupción del poder. Si en estos momentos una de las luchas del papa Francisco es por la descontaminación de poder en la curia romana y en las estructuras de la Iglesia, ¿alguien puede imaginar el desastre que sobrevendría después de la introducción de un fervor religioso por el poder político? Es amarga la historia de aquellos años en que el arzobispo de Bogotá intervenía en la selección de los candidatos a la presidencia y otro obispo bendecía las armas de los ejércitos que perseguían liberales.
¿Con qué autoridad moral podría hablar la Iglesia del necesario exorcismo del poder por la vía del servicio, si ella misma, como partido, estuviera en lucha por el poder?
Es hora de recordar, entre otros, el diálogo de Jesús con el gobernador romano, en que le dejó claro que el político y él hablaban lenguajes distintos. Hubieran podido reprocharle a Jesús su lógica marciana, su desinterés en buscar alianzas con el poder, su aparente autosuficiencia al decir: “mi reino no es de este mundo”. Pero es su Reino, que es también el de la Iglesia, que hace estar en el mundo sin ser del mundo, a todos los que creen en El. Llegado a este punto de mis reflexiones tengo la sospecha de que por mi cabeza ha pasado una pesadilla.