El Heraldo (Colombia)

7:30 p.m., la hora para el amor

- Por William Mebarak

Se llamaba Sabrina y tenía una larga cabellera rubia que contrastab­a con su piel trigueña. La conocí en un bazar que tenía lugar en los patios del colegio de las religiosas, a donde acudí por invitación de una de sus hermanas, quien trabajaba de azafata en una aerolínea y con quien entablé amistad pocos días antes en un viaje hacia la capital.

La relación con Sabrina surgió en forma espontánea. Me resultó fácil reconocerl­a por el parecido que guardaba con su hermana.

–Yo soy Guillermo –me presenté extendiénd­ole la mano– y ella me pareció sobradamen­te atractiva, para mis expectativ­as y búsquedas de mi adolescenc­ia.

–Me llamo Sabrina, y tú ya sabes quién soy, ¿verdad? –me brindó una cálida sonrisa y, sin más preámbulos, nos tomamos de la mano y nos perdimos entre las parejas que bailaban en la apretujada pista.

Bailamos una hora sin parpadear, pegaditos en los boleros y sueltos en los mambos, las cumbias, los porros y el cha cha cha.

La ruleta de la tómbola nos premió con un muñeco de peluche para ella y una botella de whisky que gané con tres disparos que hice en el blanco.

–¿Cómo lo has pasado? – quise saber en cuanto se nos acercaba la hora de despedirno­s.

–Chévere, de maravilla – fue su respuesta.

–¿Te puedo visitar y podríamos salir?

–¡Claro! Me puedes visitar desde las 7:30 de la noche, pero no todos los días; un amigo viene a mi casa los viernes y los domingos a las 5 de la tarde. ¿Te parece bien? Mi padre trabaja en sus oficinas todos los días hasta las 10:30 de la noche, así que podemos disfrutar los días y las horas que tengo libres.

Esa distribuci­ón horaria me daba derecho a los días lunes, miércoles, jueves y sábados. La mejor parte del pastel y de acuerdo al horario establecid­o para el otro visitante, yo podría disponer de todos los días a partir de las 7:30 de la noche. Todo comenzó normalment­e. Ella me recibió los primeros días luciendo faldas a media pierna, de colores oscuros estilo chanel y blusas sencillas de colores claros y sin mangas. Otro día la encontré con una falda ajustada a su cuerpo que dejaba adivinar la voluptuosa anatomía de sus piernas, lo que espoleó el mutuo interés de alargar el tiempo de mis visitas.

Pero un martes a las 7:30 de la noche, cuando me disponía a tocar el timbre, se abrió la puerta de golpe en la que apareciero­n dos figuras humanas despidiénd­ose con un largo beso. Eran Sabrina y Horacio, mi amigo y condiscípu­lo, con quien siempre confabulad­os nos protegíamo­s las espaldas para perpetrar todas las travesuras y aventuras de faldas.

La ausencia de suspicacia en esos momentos me hizo ver la situación con la mayor tranquilid­ad.

Horacio se despidió de Sabrina y pasó por mi lado, pero no sin antes palmearme la espalda a modo de saludo, diciéndome:

–Me agrada verte, mi hermano –y haciéndome un guiño a espaldas de ella, me susurró casi al oído –mañana nos vemos en clase. –¡Okey brother! ¡Nos vemos! Y el reparto de las horas de visita me favoreció por un largo tiempo.

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