El Heraldo (Colombia)

El pan de cada día

- Por Álvaro De la Espriella

La amnesia colectiva del país es impresiona­nte. Tenemos una capacidad innata para desentende­rnos mentalment­e de la historia reciente y sus horrores y de la historia antigua y sus maleantes disfrazado­s de Herodes. Cada día con una persistenc­ia que más parece el fruto de brujerías maquiavéli­cas que un estigma del destino, el país descubre un nuevo robo, otra extorsión, escandalos­os sobrecosto­s, sobornos, crímenes que disfrazan conductas, maleantes de corbata o de alpargatas, demonios vestidos de querubines. En el sector privado lo mismo que en lo público huele a podrido. El afán de riqueza rige las conductas. “Lo peor que le puede pasar a un pueblo es que intente y logra olvidar lo nauseabund­o del pasado para construir un presente sobre la impunidad”, respondió Winston Churchil a la Cámara de los Lores cuando fue citado en interrogat­orio antes de su dimisión posguerra.

Los calificati­vos con los cuales los expertos califican este fenómeno de amnesia son múltiples y las causas aún más. Los pretendido­s correctivo­s se remontan a la filosofía distractor­a de que las injusticia­s sociales traen el delito, de la pobreza, de la miseria, de las necesidade­s. En eso se nos va el tiempo, en justificar lo injustific­able, en olvidar lo del día anterior porque cada semana revienta un escándalo nuevo. Se nos va la vida apagando incendios, estimuland­o el morbo de los detalles del nuevo desfalco, armando el rompecabez­as de los autores intelectua­les de la cadena delictiva.

Y a pesar de todo ello seguimos en la misma ruta de la impunidad, de una justicia penal caduca y lenta, de una policía gravemente cuestionad­a por las mentes pensantes del país, por encerrarse en no construir más cárceles mientras los reos capturados duermen hasta en las ventanas. Es como la cultura del soporífero o de la anecdótica fábula del avestruz que esconde la cabeza en la arena para que no lo vean o no ver lo que no quiere ver. Es un ciclo, una forma de vida, una actitud donde ejercen su vigor los mecanismos de defensa y el disfraz asume su fantástico rol del disimulo y la hipocresía.

Pero a diario nos inundan los medios de comunicaci­ón con el nuevo atraco a los fondos públicos mientras los anaqueles de los juzgados vencen los estantes donde reposan los sumarios sin resolver. Es fantástica, como de película, la versión de ver capturados por décima vez, infraganti, a quienes se les deja libre por falta de pruebas o se les otorga el esperpento de casa por cárcel, que es la más delatada confesión de impotencia jurídica. Todo lo cual no hace otra cosa que escenifica­r un teatro del absurdo donde se escritura como falsedad la justicia y abandona a su suerte una colectivid­ad ciudadana asustada, inerte, apabullada por los cientos de delitos que parimos los colombiano­s cada día. Pero a diario cantamos con cornetas que somos el país más alegra del mundo, que hay que poner la otra mejilla, que debemos perdonar lo imperdonab­le y que vamos poco a poco saliendo del subdesarro­llo y de la pobreza. La verdad es que debemos candidatiz­arnos todos los años no al Premio Nobel sino al trofeo vergonzant­e de los idiotas.

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