El pan de cada día
La amnesia colectiva del país es impresionante. Tenemos una capacidad innata para desentendernos mentalmente de la historia reciente y sus horrores y de la historia antigua y sus maleantes disfrazados de Herodes. Cada día con una persistencia que más parece el fruto de brujerías maquiavélicas que un estigma del destino, el país descubre un nuevo robo, otra extorsión, escandalosos sobrecostos, sobornos, crímenes que disfrazan conductas, maleantes de corbata o de alpargatas, demonios vestidos de querubines. En el sector privado lo mismo que en lo público huele a podrido. El afán de riqueza rige las conductas. “Lo peor que le puede pasar a un pueblo es que intente y logra olvidar lo nauseabundo del pasado para construir un presente sobre la impunidad”, respondió Winston Churchil a la Cámara de los Lores cuando fue citado en interrogatorio antes de su dimisión posguerra.
Los calificativos con los cuales los expertos califican este fenómeno de amnesia son múltiples y las causas aún más. Los pretendidos correctivos se remontan a la filosofía distractora de que las injusticias sociales traen el delito, de la pobreza, de la miseria, de las necesidades. En eso se nos va el tiempo, en justificar lo injustificable, en olvidar lo del día anterior porque cada semana revienta un escándalo nuevo. Se nos va la vida apagando incendios, estimulando el morbo de los detalles del nuevo desfalco, armando el rompecabezas de los autores intelectuales de la cadena delictiva.
Y a pesar de todo ello seguimos en la misma ruta de la impunidad, de una justicia penal caduca y lenta, de una policía gravemente cuestionada por las mentes pensantes del país, por encerrarse en no construir más cárceles mientras los reos capturados duermen hasta en las ventanas. Es como la cultura del soporífero o de la anecdótica fábula del avestruz que esconde la cabeza en la arena para que no lo vean o no ver lo que no quiere ver. Es un ciclo, una forma de vida, una actitud donde ejercen su vigor los mecanismos de defensa y el disfraz asume su fantástico rol del disimulo y la hipocresía.
Pero a diario nos inundan los medios de comunicación con el nuevo atraco a los fondos públicos mientras los anaqueles de los juzgados vencen los estantes donde reposan los sumarios sin resolver. Es fantástica, como de película, la versión de ver capturados por décima vez, infraganti, a quienes se les deja libre por falta de pruebas o se les otorga el esperpento de casa por cárcel, que es la más delatada confesión de impotencia jurídica. Todo lo cual no hace otra cosa que escenificar un teatro del absurdo donde se escritura como falsedad la justicia y abandona a su suerte una colectividad ciudadana asustada, inerte, apabullada por los cientos de delitos que parimos los colombianos cada día. Pero a diario cantamos con cornetas que somos el país más alegra del mundo, que hay que poner la otra mejilla, que debemos perdonar lo imperdonable y que vamos poco a poco saliendo del subdesarrollo y de la pobreza. La verdad es que debemos candidatizarnos todos los años no al Premio Nobel sino al trofeo vergonzante de los idiotas.