Recuerdos de Assa
Entraba como Pedro por su casa. Derecho a la cocina. Le pedía a Brina un jugo de naranja. Después nos saludaba. Yo me perdía y él se quedaba con “la persona que Barranquilla no se merecía”, su comentario repetitivo como saludo habitual a Jesús Sáez de Ibarra. Y la sala, la casa entera, con su presencia arrolladora, se llenaba de paz. No de la paz de los sepulcros sino la de la lucha abierta de los sentimientos de tantos recuerdos por sacar, que llevaba en el alma el viejo profesor, años de persecución y sufrimiento en aquella España de la que diría Antonio Machado habían vuelto “beoda para que no acertara la mano con la herida”, a la que llegó en apoyo de la República, con un montón de sueños, el joven idealista que acabaría en una de las cárceles más terribles del franquismo, en las Islas Canarias, de la que tuvo la suerte, y también la fuerza de su amor por Nuria Munt, de sobrevivir.
Esos recuerdos y su querida Curramba, la Barranquilla del alma, eran los temas que trataba subiendo el tono de su voz a medida que se desahogaba y que su amigo, que solo había vivido la guerra de la mano de su madre, cruzando furtivos los campos de Vizcaya a Guevara para conseguir comida, lo aplacaba con su sonrisa conciliadora.
Recuerdo su mirada adoloridamente dulce, cuando yo luchaba contra el cáncer, a la par que su hijo Carles, que no sobrevivió, y me miraba cariñosamente con mi sombrero puesto, haciendo mercado.
Alberto Assa. Veinte años de su muerte: el profesor inolvidable que con la enseña gloriosa de la educación contribuyó al desarrollo social, cultural y humano de nuestra Barranquilla. Claro como las mañanas barranquilleras, le cantaba las cuarenta al lucero del alba. Y dio lo mejor de su vida por nuestra Barranquilla.