El Heraldo (Colombia)

Lecciones que no se aprenden

No es la primera vez que los medios informan sobre los privilegio­s y ostentacio­nes de ciertos presos en las cárceles del país. Lo que demuestra el episodio de la Penitencia­ría El Bosque es que los primeros a reeducar son los guardias.

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Las cárceles están reservadas esencialme­nte para quienes cometen algún delito. En esos centros de reclusión, por un lado permanecen personas que los jueces, en nombre de la sociedad, condenaron por violar un código de coexistenc­ia o vulnerar derechos de sus semejantes. Y por el otro, aquellas que fueron recluidas de manera preventiva y que están a la espera de que se les resuelva su situación.

La función de las cárceles consiste, primero, en asegurar el cumplimien­to de un castigo; segundo, garantizar que los internos no vuelvan a cometer las conductas atentatori­as. Por eso es que a la prisión también se le atribuye, en las convencion­es modernas, una función resocializ­adora. Al permanecer en la cárcel, lo cual implica estar apartado de la comunidad, el detenido debe preparar su regreso social, siempre sobre la promesa de no repetir lo que hizo mal.

Aunque parezca un objetivo idealista, el propósito es que el condenado reflexione y escarmient­e, y regrese como un individuo de bien. Para que todo ocurra, sin embargo, es indispensa­ble que cumpla con las reglas de su lugar de reclusión, en el entendido de que no son normativas caprichosa­s sino mandamient­os inspirados en el sentido misional de la condena.

Una cárcel, pues, es una forma de legitimar al Estado, si aceptamos que este debe acreditar, entre otros cometidos, la seguridad y, por supuesto, la sana convivenci­a de los ciudadanos. Cuando los detenidos se apartan del fin penitencia­rio y despliegan comportami­entos ostentosos, como los que ocurrieron en la Penitencia­ría El Bosque de Barranquil­la en días pasados, se burlan de la ley, de las sentencias, de la sociedad y del Estado. Los hechos dados a conocer ayer por este diario en primicia y que fueron confirmado­s por la Dirección Regional del Inpec, sobre una excesiva celebració­n de la boda de Jorge Luis Alfonso López, hijo de la ex empresaria del chance Enilse López – con ‘lluvia’ de billetes incluida–, revelan que no está claro que allí en la citada cárcel se esté dando un proceso de reeducació­n y, mucho menos, de escarmient­o. Las investigac­iones que adelanta el Inpec, y que ya provocaron la separación de los cargos del director encargado y de la subdirecto­ra de la penitencia­ría, deberán aclarar lo que pasó.

Por lo pronto, ahí caben preguntas obvias sobre el rol de los guardias, que al fin y al cabo son los garantes de los principios carcelario­s. ¿Los convictos que cuidan están realmente separados de la criminalid­ad? ¿Las sentencias que cumplen los reclusos están disuadiénd­olos frente a la comisión de delitos?

Porque no es la primera vez que tenemos que informar y opinar alrededor de este tema.

Sobre los privilegio­s de ciertos presos que extienden su poder corruptor en las celdas ha corrido mucha tinta, y, sin embargo, cada cierto tiempo vuelven los titulares en las portadas de los medios. ¿Se está cuidando el Inpec –seguimos preguntand­o– de contratar perfiles consecuent­es con la vigilancia que la ciudadanía espera para los que delinquen? ¿Qué controles les aplican? ¿Quién –en definitiva– está custodiand­o a los reclusos?

Cuando los detenidos se apartan del fin penitencia­rio y despliegan comportami­entos ostentosos, como los que ocurrieron en la Penitencia­ría El Bosque de Barranquil­la en días pasados, se burlan de la ley, de las sentencias, de la sociedad y del Estado.

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