El Heraldo (Colombia)

De perdones y reconcilia­ciones

- Por Alonso Sánchez Baute

Hay un pueblo árido y sin nombre en algún lugar de Líbano dividido radicalmen­te entre católicos y musulmanes, al punto de que hay un cementerio para unos y otros al que solo acuden las madres a llevar flores a sus hijos muertos en la guerra. Las mujeres tienen ahora la inquebrant­able determinac­ión de proteger a su familia (una de ellas oculta que otro de sus hijos ha muerto por una bala perdida y hay ese dolor terrible y doble de una madre que no puede desahogar su dolor porque sabe que esa ‘debilidad’ podría causar la muerte de su otro hijo). Pero hay un problema: los hombres aquí buscan el más mínimo y baladí motivo para la venganza. Son dueños de un impresiona­nte cosquilleo en los dedos, y cualquier excusa es válida para apretar el gatillo. La película se llama ¿A dónde vamos ahora? Es la pregunta que se hace aquel pueblo al lograr ponerse todos de acuerdo luego de asistir a un evento cultural que ellas organizan, dejando claro que la cultura une lo que divide la política.

Recordé la película esta semana en La Guajira, otra tierra igual de árida y salvaje, repleta de historias de duelos y de dolor. Duelos como el del Tite Socarrás (un hombre celebrado por Escalona), herido de muerte por su suegro y rematado por sus cuñados. Cuentan que a ‘Tite’ lo carbonearo­n en contra de sus cuñados, y su suegro, Bolívar Olivella, quien ya estaba molesto con él por haberle seducido a la hija, estalló en ira. Se mataron mutuamente.

Hace veinte años, en Conejo, Fonseca, sucedió algo similar, pero hoy nadie sabe exactament­e cuál fue el malentendi­do que acabó con la vida de Hugues García, un patriarca que vivía en plena plaza principal. Lo asesinaron a la entrada de su finca Santa Rosa ( justo el lugar por donde se ingresa a Pondores, el campamento de las Farc). Luego hicieron lo mismo con uno de sus hijos. Tiempo después fueron asesinados dos hijos de la familia acusada del crimen: los Ariño, que vivían al otro lado de la plaza. El resto del pueblo tomó partido por uno u otro bando porque a los colombiano­s nos encanta comprar peleas ajenas. La historia podría ser un capítulo corto de la novela de los Cárdenas y los Valdeblánq­uez, aquellas dos familias guajiras ficcionada­s que se exterminar­on mutuamente. Solo que aquí una de las dos familias se fue a vivir a otro pueblo. No huyó como cobarde: sobrevivir es un asunto de valientes. Lo fácil hubiera sido la venganza, seguir matándose por el honor de la sangre hasta perder todo rastro sobre la tierra. Solo uno siguió por la senda del crimen: el tan temido Marquitos Figueroa García. Con él en la cárcel, las dos familias aplacaron el odio y los García volvieron al pueblo luego de firmar una fiducia con los Ariño: si un miembro de alguna de esas familias es asesinado, la otra debe pagar un monto altísimo. La guerra terminó con la negociació­n. Hubo perdón, ¿y olvido? Lo cierto es que los García volvieron a Conejo, viven en paz con los Ariño, se saludan de beso y se preocupan por la salud entre unos y otros.

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