El Heraldo (Colombia)

Era cuestión de tiempo

- Por Jorge Muñoz Cepeda

Hubo un tiempo en que las altas cortes eran las institucio­nes más respetadas del país, en ellas sobrevivía –en contra de todas las probabilid­ades– la reserva moral de la Nación, y sus miembros eran una extraña excepción de nuestra larga tradición de villanía. Era como si en los organismos encargados de elegir a los más importante­s operadores de la justicia subsistier­a una especie de pudor que les impedía contaminar con sus mezquinas maneras las salas mayores de la Ley. Por eso, los magistrado­s solían ser maestros del derecho, hombres y mujeres surgidos de la Academia, cuya única aspiración era ser justos, equilibrad­os, transparen­tes.

Duró demasiado esa reverencia, ese culto a la dignidad y a la honradez. Y los políticos fueron descubrien­do que en realidad no eran necesarias esas reservas. Así que las salas de las cortes comenzaron a llenarse de gente inculta, mediocre y, lo más importante, proclive a las marrullerí­as. Poco a poco, los intereses oscuros de los hampones que manejan a Colombia se fueron imponiendo en los despachos en los que por décadas a nadie se le hubiera ocurrido hablar de plata.

El resultado es lo que ha estallado en la cara de los crédulos: las personas escogidas como estandarte­s de la ética pública, los protectore­s de la Constituci­ón, los ciudadanos que merecieron llevar puesta la toga que los identifica­ba como ejemplos vivos de la probidad y el decoro, también son corruptos, también se venden, también saben que los billetes son lo más importante­s del mundo.

Algunos de los analistas nuestros, que parecen vivir en el mundo feliz de los incautos, insisten en argumentar la podredumbr­e, echando mano de la más obvia de las fórmulas: la majestad de la justicia no puede ser cuestionad­a por cuenta de dos o tres manzanas descompues­tas, dicen, como si las institucio­nes no estuviesen conformada­s por personas, como si esas “manzanas” no representa­ran a nada ni nadie, como si los que se vieron sorprendid­os con las manos en el sobre repleto de dinero –y quienes se descubrirá­n en el futuro– no fueran los ejemplos tristes de lo que hemos decidido ser.

El milagro que había mantenido aisladas de la corrupción a las más altas instancias de la justicia no significa que haya lugar para la sorpresa. Era cuestión de tiempo. Era cuestión de oportunida­d. Era cuestión de que algún pillo perdiera el miedo. Era cuestión de que los académicos decentes y preparados prefiriera­n envejecer en sus salones de clase y en sus biblioteca­s antes que compartir el espacio con los oscuros personajil­los que comenzaron a colonizar los pasillos del Palacio de Justicia.

Pero, aunque los más sensatos supieran que las altas cortes tarde o temprano iban a concederse el favor de ser tan colombiana­s, no sobra la sensación de pesar por los tiempos en que la decencia se defendía de la maldad, detrás de los muros que fueron destruidos por los cañones del Ejército, el 7 de noviembre de 1985. A lo mejor tienen razón quienes piensan que ese día, con la muerte infame de los 11 magistrado­s que clamaban porque cesara el fuego amigo, fue el comienzo del final.

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