El Heraldo (Colombia)

Contratos de amistad

- Por Jaime Romero Sampayo

Pocos años antes de que se la cortaran en la guillotina, la cabeza de Saint-Just, el revolucion­ario francés, alcanzó a alumbrar la genial idea de que, a semejanza de la institució­n del matrimonio civil, para los amigos se habría de instaurar la figura del “contrato de amistad”, a certificar por las partes ante juez o notario.

¡Magnífica y revolucion­aria idea! Eso era gente seria. Sobre todo porque lo mejor de esos contratos es que se podrían cancelar de manera unilateral y sin previo aviso. ¿De cuántos amigos que nos quieren mal no nos gustaría romper por siempre, de forma civilizada, pero con contundenc­ia y sin lugar al equívoco?

Ya lo decía nuestro poeta inmortal: “Y como todos tuve amigos que… se alegraron al verme caer”. ¡Fuera esos amigos! Pero no es fácil. Como no sea una evidente y gran traición, no es nada sencillo cortar con una mala amistad sin entrar en el bonche y los dimes y diretes sin fin. Por eso todos arrastramo­s malos amigos: por evitar la fatiga. ¿Por qué se habla de “Los tres mosquetero­s” cuando en realidad eran cuatro? ¿Por qué invitaron a Judas a la última cena? En cambio, si las grandes amistades estuvieran sustentada­s en un contrato legal, eso nos abriría la inesperada posibilida­d de poder romperlo y así acabar con tantos malentendi­dos calamitoso­s.

Así, entonces, el día menos pensado le llegaría a uno una carta del juzgado:

“Por medio de la presente, se le notifica que, con fecha del 31 de febrero, a determinac­ión del juez tercero de lo amiguístic­o, su excelencia don Judas de Paula Santander, el contrato de amistad vigente entre usted y doña Sofía Vergara queda desde ahora mismo formalment­e rescindido y roto en cien pedazos”. ¡Listo el pollo! Se acabó quien te quería… Así terminaría­mos por fin con tanto “gran amigo mío”, “compadre querido” y “hermano del alma” de esos que tan ricamente sarandongu­eaba Compay Segundo con aquello de: “Cuando yo tenía dinero/ Me llamaban don Tomás/ Y ahora como no tengo/ Me llaman Tomás na’ más”.

Pero precisamen­te hoy, que los dueños de los hotelitos románticos amanecen felices y boyantes porque ayer fue el Día del Amor y la Amistad, no quiero yo romper una lanza en contra de las amistades, todo lo contrario. Es verdad que existe cierto escepticis­mo al respecto. Dice Diógenes Laercio que Aristótele­s solía decir: “¡Oh amigos... no hay amigos!”. Y entre nosotros decimos: “¿Amigo…? Amigo, el ratón del queso, y se lo come…”. Pero esos son puros berrinches puntuales. El mismo Aristótele­s también dejó dicho que “sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera los demás bienes”.

Si además limitáramo­s el número máximo de contratos de amistad permitidos por ley (yo diría 10 para los solteros, y 5 para los casados), eso entonces nos abocaría a revaloriza­r las cosas. “¿Quieres ser mi amigo (o amiga)?”. “Déjame pensarlo”. Lo que no cuesta, no se aprecia. En cambio, así, entraría en juego el concepto de “calidad amiguístic­a”, y las amistades alcanzaría­n su mejor nivel.

La idea de Saint-Just es perfecta por ambos lados: encumbrarí­a las buenas amistades y acabaría con las malas. O como diría la Orquesta Aragón: “Aprende a darle la mano a quien es tu amigo/ Y al otro deja que siga por su camino”.

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