La desconfianza
Hace unos años tuve la oportunidad de cerrar un acuerdo de trabajo con una reconocida universidad europea. Se trataba de un convenio que permitiría desarrollar diferentes proyectos y celebrar actividades académicas en conjunto, todo dentro del marco de un generoso programa de cooperación internacional. Vivir la experiencia de conciliar las diferentes maneras de pensar fue muy interesante, aunque no exenta de choques culturales.
Una de las cosas que más recuerdo de aquella negociación fueron las palabras de uno de mis colegas, quien una vez que nos logramos poner de acuerdo de manera informal luego de un desayuno de trabajo, se comunicó con su equipo y le ordenó iniciar las tareas inmediatamente. Aquello me pareció extraordinario, así que le pregunté si no prefería esperar a que los departamentos jurídicos de nuestras instituciones terminaran de redactar el contrato final (una cosa siempre complicada), y esperar la firma del documento. Su respuesta fue inmediata, “con tu palabra me basta, la firma es solo un trámite”.
En ese momento entendí un asunto que es obvio y sempiterno en nuestro medio, tanto que ya ni siquiera nos damos cuenta: el alto costo que pagamos por nuestra exasperante desconfianza.
Esa prevención permanente, el agotador proceso mediante el cual casi todas las transacciones y acuerdos entre nosotros, inclusive los más inocuos, deben blindarse de forma superlativa nos vuelve ridículamente torpes, lentos e improductivos. Se nos va la vida autenticando firmas, pidiendo sellos, solicitando aprobaciones y aumentando requisitos.
Y claro, siempre pensamos que si no tomamos todas las precauciones y si no queda todo por escrito, alguien nos va a estafar, algo se van a robar o algún compromiso se va a evadir. Realmente a veces parece que no hay tal cosa como la buena voluntad o el simple deseo de cumplir con lo prometido, de comportarse bien, de no dañar o afectar a nadie.
No es infundada nuestra paranoia. En Colombia se miente con absoluta impunidad y, lo que es peor, con una desfachatez abominable. Permitimos que el mentiroso haga de su vileza una herramienta para triunfar, le reconocemos la malicia y la astucia, celebramos el engaño. Desde la impuntualidad aparentemente banal en una cita, hasta atrasos descarados en las entregas de las obras públicas, este es un país en el que el cumplido y el honrado resulta ser más bien exótico. No sorprende, pues, nuestra colección de noticias inverosímiles y vergonzosas.
Algún autor que mi memoria no logra encontrar dijo alguna vez que la confianza es el fundamento del orden social. Yo añadiría que es además ineludible entre las sociedades que han logrado altos niveles de desarrollo. Quizá la desconfianza, tan común entre nosotros, es responsable de mucho más de lo que sabemos reconocer.