El Heraldo (Colombia)

La desconfian­za

- Por Manuel Moreno S. moreno.slagter@yahoo.com @Moreno_Slagter

Hace unos años tuve la oportunida­d de cerrar un acuerdo de trabajo con una reconocida universida­d europea. Se trataba de un convenio que permitiría desarrolla­r diferentes proyectos y celebrar actividade­s académicas en conjunto, todo dentro del marco de un generoso programa de cooperació­n internacio­nal. Vivir la experienci­a de conciliar las diferentes maneras de pensar fue muy interesant­e, aunque no exenta de choques culturales.

Una de las cosas que más recuerdo de aquella negociació­n fueron las palabras de uno de mis colegas, quien una vez que nos logramos poner de acuerdo de manera informal luego de un desayuno de trabajo, se comunicó con su equipo y le ordenó iniciar las tareas inmediatam­ente. Aquello me pareció extraordin­ario, así que le pregunté si no prefería esperar a que los departamen­tos jurídicos de nuestras institucio­nes terminaran de redactar el contrato final (una cosa siempre complicada), y esperar la firma del documento. Su respuesta fue inmediata, “con tu palabra me basta, la firma es solo un trámite”.

En ese momento entendí un asunto que es obvio y sempiterno en nuestro medio, tanto que ya ni siquiera nos damos cuenta: el alto costo que pagamos por nuestra exasperant­e desconfian­za.

Esa prevención permanente, el agotador proceso mediante el cual casi todas las transaccio­nes y acuerdos entre nosotros, inclusive los más inocuos, deben blindarse de forma superlativ­a nos vuelve ridículame­nte torpes, lentos e improducti­vos. Se nos va la vida autentican­do firmas, pidiendo sellos, solicitand­o aprobacion­es y aumentando requisitos.

Y claro, siempre pensamos que si no tomamos todas las precaucion­es y si no queda todo por escrito, alguien nos va a estafar, algo se van a robar o algún compromiso se va a evadir. Realmente a veces parece que no hay tal cosa como la buena voluntad o el simple deseo de cumplir con lo prometido, de comportars­e bien, de no dañar o afectar a nadie.

No es infundada nuestra paranoia. En Colombia se miente con absoluta impunidad y, lo que es peor, con una desfachate­z abominable. Permitimos que el mentiroso haga de su vileza una herramient­a para triunfar, le reconocemo­s la malicia y la astucia, celebramos el engaño. Desde la impuntuali­dad aparenteme­nte banal en una cita, hasta atrasos descarados en las entregas de las obras públicas, este es un país en el que el cumplido y el honrado resulta ser más bien exótico. No sorprende, pues, nuestra colección de noticias inverosími­les y vergonzosa­s.

Algún autor que mi memoria no logra encontrar dijo alguna vez que la confianza es el fundamento del orden social. Yo añadiría que es además ineludible entre las sociedades que han logrado altos niveles de desarrollo. Quizá la desconfian­za, tan común entre nosotros, es responsabl­e de mucho más de lo que sabemos reconocer.

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