El Heraldo (Colombia)

Unas muertes por otras

- Por Thierry Ways @tways

Casi todos los reparos que se le hicieron a la negociació­n con las Farc se materializ­aron. Habrá impunidad para delitos atroces, elegibilid­ad política para culpables de los mismos sin pasar por la justicia, quedaron abandonado­s a su suerte cientos de menores de edad en la guerrilla y, como si fuera poco, la famosa refrendaci­ón del acuerdo que prometió el Gobierno jamás ocurrió.

A los defensores del acuerdo, pues, solo les queda un argumento a su favor. Pero no es cualquier argumento, sino el más importante de todos: la reducción en el número de muertes. El Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) estima en casi 3.000 el número de vidas salvadas por el proceso de paz.

Mantener ese saldo a favor es, por tanto, indispensa­ble para que la historia juzgue benévolame­nte el proceso. Si, después del sacrifico económico, moral e institucio­nal que tendremos que asumir, acabamos reemplazan­do esas muertes por otras, en igual o mayor número, como consecuenc­ia del acuerdo, habremos cometido un error de proporcion­es históricas.

Infortunad­amente, eso puede ya estar pasando. Dos factores de violencia se fortalecen gracias a lo pactado con las Farc: el narcotráfi­co, por un lado; y los demás grupos armados, como el Eln, las ‘bacrim’ y las ‘disidencia­s’ de las Farc, por el otro.

Las repercusio­nes son aterradora­s. La coca está tan desbordada que está atrayendo ‘inversioni­stas extranjero­s’, como las mafias mexicanas que han bañado de sangre a la nación azteca. Grupos armados de todas las pelambres están ocupando los espacios abandonado­s por las Farc, algunos apoyados militar y logísticam­ente desde Venezuela. El asesinato de líderes sociales no da tregua. Y suceden hechos hasta hace poco impensable­s, como el atentado terrorista del Eln que segó la vida de cinco policías en Barranquil­la.

A las familias de los muertos en ese y otros hechos –y a los propios muertos, si pudieran opinar– no les importa si las estadístic­as los clasifican bajo “víctima de las Farc” o de algún otro verdugo. El dolor es el mismo. Cuando el presidente Santos, recabando apoyo para las negociacio­nes de paz, preguntó, famosament­e, “Señora, ¿prestaría usted a sus hijos para la guerra?”, esa señora nunca imaginó que, en cambio, tendría que prestar a sus hijos para integrar una bacrim o una disidencia. Porque, ojo: quienes mueren en las guerras del narco o las pujas territoria­les de las facciones armadas son los mismos jóvenes humildes cuyas vidas tanto invocábamo­s para defender el acuerdo con las Farc.

De modo que el acuerdo no garantiza que esas 3.000 muertes nunca regresen: de hecho puede ser la causa de ello. Pero no se trata de criticar, a estas alturas, dicha negociació­n; me opuse a partes de ella, con argumentos, cuando correspond­ía hacerlo y hoy que, en contra de la voluntad de muchos, todo está consumado, considero esa página ya pasada. Se trata de exigir más vigilancia del llamado ‘posconflic­to’, para que este sea digno de ese nombre y para que el amargo caldo de sapos que nos tocó tragarnos a los colombiano­s no haya sido ingerido en vano.

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