¿Cultura o barbarie?
Uno de los elementos más conectados habitualmente con España son los toros. El toreo suele ser considerado, como el flamenco o la paella, un rasgo propio de la cultura popular española, al punto de que es inevitable que cuando un español se presenta inmediatamente se le pregunte acerca de si sabe cocinar una paella, bailar flamenco y, puesto que lo de torear resulta más arriesgado, si al menos le gustan los toros.
Más allá de lo folclórico que es interrogar acerca de si se baila flamenco (sería como preguntarle a un estadounidense si se viste de cowboy, a un italiano si canta ópera o a un japonés si en sus ratos libres ejerce de ninja), lo que sí merece una reflexión es si a uno le gustan los toros. La respuesta es no. A uno no le gustan los toros. Lo de acosar a un animal hasta matarlo frente a miles de personas que aplauden entusiastas no es lo que el arriba firmante entiende como un rato agradable.
Ahora bien, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. O sea, que a mí no me gusten los toros no significa que me considere capacitado para pedir su prohibición. Y esa es la cuestión que se debate en la actualidad: prohibir los toros. El toreo es un espectáculo con siglos de antigüedad (probablemente entierre sus raíces en lo más arcano del mundo mediterráneo antiguo). Genera empleo, riqueza y prosperidad para multitud de familias. Forma parte de la herencia española y, por ello, se torea no solo en Europa, sino también en América Latina (por ejemplo, las ferias de Bogotá y Manizales o las corralejas de la Costa). Y es manifiesto que hay un montón de gente a la que le entusiasma la llamada Fiesta Nacional.
Pero también lo es que, para nuestros estándares morales actuales, parece bárbaro encontrar divertido asistir al concienzudo proceso de tortura y muerte de un animal. Opciones hay varias. Podría prohibirse. Podría dejarse como está. Podría torearse al toro sin hacerle daño ni matarlo. Que el torero bailara con el toro sirviéndose del capote y la muleta, pero prescindiendo de las banderillas, la espada o los picadores. No pocos consideran que esto le quitaría su esencia y lo volvería como las hamburguesas veganas, que puede que sean sabrosas, pero que no son lo mismo.
Dos reflexiones: ¿puede la cultura ser bárbara? ¿Por qué no? La cultura no tiene por qué ser siempre un aséptico lienzo renacentista o una elegante sinfonía vienesa. También puede ser un Jackson Pollock furioso, un AC/DC histriónico o, incluso, una carnicería sangrienta y sudorosa entre un animal y un hombre.
Segunda reflexión: ¿tenemos derecho a prohibir lo que no nos gusta? Es la vieja pelea entre liberales y moralistas. Los que, como dudan de todo, prefieren dejar al prójimo que haga más o menos lo que quiera mientras no perjudique al vecino y los que se consideran en posesión de la verdad y le dicen a los demás cómo deben vivir. Prohibir o no los toros siempre me ha parecido una decisión entre estas dos opciones.