Imagen de una ciudad
Una de las razones que quizá tuvo mi padre para después de tantos años volver a visitar Ciénaga, fue la nostalgia de sus años de mocedad pasados en esa legendaria ciudad. Allá llegó muy joven, en 1905, después de más de dos meses de viaje en barco y de varios transbordos, procedente de Italia, su tierra natal. Como tantos europeos de esa época, vino a “hacer la América” con deseos de trabajar a costa de cualquier sacrificio, ilusionado con la tierra de promisión: América. Su regreso de paseo a Ciénaga fue algo inolvidable, lleno de emociones, cuando él, quizá más ferviente cienaguero que cualquiera de los allá nacidos, recordaba cada sitio que visitábamos, tenía una anécdota de cada una de las polvorientas calles de antaño y quizá algún recuerdo de amores pasajeros, de los que nunca pudimos enterarnos. Quizá recordaba también las dificultades que tuvo que superar como inmigrante de apenas 16 años de edad. Y el agradecimiento imperecedero de quienes lo acogieron desde el momento de su llegada, cuando se embarcó en un bote en Barranquilla que lollevaríaaCiénaga.Sueternagratitudcon aquel boga que con una larga vara de manglehacíaavanzarelbote,quienalverlodesfallecido, le obsequió medio bollo de yuca un tanto mojoso –con visos verdes– única vianda que tenía el remero para pasar la noche del viaje; mientras mi padre, que venía del ‘viejo continente’, esperaba una embarcación provista de las más básicas comodidades para un recorrido de toda la noche y parte del día. Mi padre nunca pudo olvidar ese gesto de alguien tan humilde y desinteresado, que con su generosidad le trasmitió una imagen positiva de lo que encontraría en aquel pueblo cordial y acogedor que nunca pudo olvidar.