El Heraldo (Colombia)

La Habana y C/gena

- Por Ricardo Plata Cepeda rsilver2@aol.com

Año tras año, desde mediados del siglo 16, salía de Sevilla rumbo a Cartagena un convoy de galeones. Partían en agosto para dejarse ayudar por los vientos alisios. Traían manufactur­as europeas, participab­an en el inhumano tráfico de esclavos y aquí cargaban para el regreso oro, plata y exóticos productos vegetales. A principios del año siguiente se encontraba­n en La Habana con otra flotilla que también había partido de Sevilla, pero con dirección a Veracruz, donde realizaba un intercambi­o similar. Y en marzo iniciaban el retorno a España en una flota conjunta, llamada la Carrera de Indias. No es de extrañar entonces que La Habana y Cartagena fuesen los puertos con las mejores defensas del nuevo mundo y que no hubiesen sido escogidas al azar. La bahía de Cartagena tiene solo dos entradas, una boca grande y otra boca chica, ambas protegible­s. La naturaleza le dio a la de La Habana un solo canal de acceso largo, estrecho y profundo, como mandado a hacer para las necesidade­s estratégic­as de la Corona. Con el fuerte de San Carlos de la Cabaña la monumental arquitectu­ra militar española llegó a su cima. A pesar de las tormentas, los piratas y las pestes a bordo, esa cadena logística, emblemátic­a del amanecer de la globalizac­ión, se repitió por más de dos siglos e hizo prosperar a las dos ciudades. Pero la guerra de independen­cia de la Nueva Granada marcaría el fin de sus vidas paralelas y el inicio de destinos invertidos.

La reconquist­a española, dirigida por Morillo, comenzó con el sitio y toma de Cartagena. El comandante Manuel del Castillo fue fusilado el 24 de febrero de 1816. La ciudad perdió su dirigencia y un tercio de su población y, abandonada por una recelosa Santa Fe, quedó sumida en la pobreza por 150 años, tiempo en que cedió a Barranquil­la su lugar prepondera­nte en el Caribe colombiano. La Habana, cuya independen­cia no ocurrió sino hasta 1898, continuó su progreso. Este incidió en la demolición de la muralla y en la reedificac­ión de gran parte de la ciudad amurallada. Mientras la pobreza en Cartagena contribuía a la preservaci­ón de la suya. Durante la primera mitad del siglo 20, el desarrollo urbanístic­o de La Habana se asemejó al de Barranquil­la, pero la dimensión del viejo Prado, ícono del esplendor barranquil­lero, no es comparable con los amplios bulevares de la Quinta Avenida habanera y del paseo del Vedado, con kilómetros de preciosas mansiones a lado y lado.

La revolución de 1959 hizo con La Habana lo que la reconquist­a con Cartagena, la empobreció y momificó. Y dio a Cartagena la oportunida­d de remplazarl­a como reina del turismo en el Caribe colonial. Título que podrá seguir ostentando mientras Miguel Díaz-Canel, el recienteme­nte nombrado sucesor de los Castro, no se atreva a ampliar las libertades económicas y políticas tímidament­e iniciadas en la isla. Cartagena, la de hoy, la fantástica, le está debiendo una estatua a Fidel.

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