Conciencia de cielo y tierra
La noche del 15 de abril, mientras la masa polimorfa llamada humanidad dormía a pierna suelta, o se ocupaba en ahondar las complejas diferencias que sostiene, el universo seguía su curso. Silencioso, insumiso, implacable. Mientras andábamos enfrascados en debates presidenciales, en inestabilidad del dólar o los tacones de Melania Trump, una inmensa roca espacial que viajaba a una velocidad de casi 107.000 km por hora pasó a una distancia de la atmósfera terrestre que los astrónomos calculan como la mitad de la distancia que hay entre la Tierra y su luna. El asteroide 2018 GE3 no fue rastreado por la Nasa sino tiempo después de haber pasado, pese a que, por su tamaño, aun habiéndose desintegrado al entrar en contacto con la atmósfera terrestre, se calcula que hubiera podido destruir una ciudad entera. El cosmos, en permanente movimiento, tiene secretos que escapan a la reciente inteligencia de la especie humana, y, si bien tenemos capacidad de razonamiento y, por consiguiente, para reaccionar ante una amenaza, estamos ajenos a lo que ocurre unos kilómetros más allá de la nariz del globo terráqueo. Posiblemente esa ignorancia sea necesaria para soportar las contingencias propias de un universo en permanente evolución, del que no somos más que una pizca que también muta cotidianamente.
“Bajo un mismo techo / durmieron las cortesanas, / la luna y el trébol”; se me ocurre que este haiku de Basho sirve para describir el vínculo inmutable que tiene la Tierra con su espacio circundante. No hay duda de que es difícil para el hombre descifrar el vasto universo; pero, a veces, parecería que le resulta aún más difícil abordar lo concerniente al exiguo planeta en el que habita. Un suceso vergonzoso que tuve oportunidad de vivir es claro ejemplo.
El 22 de abril se celebró el Día Internacional de la Madre Tierra, evento que pretende crear conciencia de la preservación el medio ambiente, de los efectos de la contaminación y del uso conveniente de los recursos naturales. Con tal fin, en la población de Santa Verónica, en el Atlántico, se programaron previamente diversas actividades en que la comunidad aunó esfuerzos con la Dimar, la CRA, la Armada Nacional y la Alcaldía de Juan de Acosta, alrededor de una jornada de limpieza de playas y de siembra de árboles, que concluyó exitosamente. Sin embargo, un hecho incalificable ocurrió durante la noche. Como en una inverosímil aventura macondiana, antes de que cantara el primer gallo ya habían desaparecido los arbolitos. Uno tras otro, se los robaron; de tal manera, el Día de la Tierra fue celebrado en torno a los huecos que, por milagro, no se llevaron los sinvergüenzas. Cabe suponer que, si la justicia inoperante ha legitimado en la sociedad a los “rateros honrados”, los de cuello blanco, en el país del “todo vale” los rufiancillos sin conciencia ambiental, como la verdolaga, abundan. Por eso, tanto educación como sanción, son impostergables.