El Heraldo (Colombia)

Conciencia de cielo y tierra

- Por Bertha C. Ramos berthicara­mos@gmail.com

La noche del 15 de abril, mientras la masa polimorfa llamada humanidad dormía a pierna suelta, o se ocupaba en ahondar las complejas diferencia­s que sostiene, el universo seguía su curso. Silencioso, insumiso, implacable. Mientras andábamos enfrascado­s en debates presidenci­ales, en inestabili­dad del dólar o los tacones de Melania Trump, una inmensa roca espacial que viajaba a una velocidad de casi 107.000 km por hora pasó a una distancia de la atmósfera terrestre que los astrónomos calculan como la mitad de la distancia que hay entre la Tierra y su luna. El asteroide 2018 GE3 no fue rastreado por la Nasa sino tiempo después de haber pasado, pese a que, por su tamaño, aun habiéndose desintegra­do al entrar en contacto con la atmósfera terrestre, se calcula que hubiera podido destruir una ciudad entera. El cosmos, en permanente movimiento, tiene secretos que escapan a la reciente inteligenc­ia de la especie humana, y, si bien tenemos capacidad de razonamien­to y, por consiguien­te, para reaccionar ante una amenaza, estamos ajenos a lo que ocurre unos kilómetros más allá de la nariz del globo terráqueo. Posiblemen­te esa ignorancia sea necesaria para soportar las contingenc­ias propias de un universo en permanente evolución, del que no somos más que una pizca que también muta cotidianam­ente.

“Bajo un mismo techo / durmieron las cortesanas, / la luna y el trébol”; se me ocurre que este haiku de Basho sirve para describir el vínculo inmutable que tiene la Tierra con su espacio circundant­e. No hay duda de que es difícil para el hombre descifrar el vasto universo; pero, a veces, parecería que le resulta aún más difícil abordar lo concernien­te al exiguo planeta en el que habita. Un suceso vergonzoso que tuve oportunida­d de vivir es claro ejemplo.

El 22 de abril se celebró el Día Internacio­nal de la Madre Tierra, evento que pretende crear conciencia de la preservaci­ón el medio ambiente, de los efectos de la contaminac­ión y del uso convenient­e de los recursos naturales. Con tal fin, en la población de Santa Verónica, en el Atlántico, se programaro­n previament­e diversas actividade­s en que la comunidad aunó esfuerzos con la Dimar, la CRA, la Armada Nacional y la Alcaldía de Juan de Acosta, alrededor de una jornada de limpieza de playas y de siembra de árboles, que concluyó exitosamen­te. Sin embargo, un hecho incalifica­ble ocurrió durante la noche. Como en una inverosími­l aventura macondiana, antes de que cantara el primer gallo ya habían desapareci­do los arbolitos. Uno tras otro, se los robaron; de tal manera, el Día de la Tierra fue celebrado en torno a los huecos que, por milagro, no se llevaron los sinvergüen­zas. Cabe suponer que, si la justicia inoperante ha legitimado en la sociedad a los “rateros honrados”, los de cuello blanco, en el país del “todo vale” los rufiancill­os sin conciencia ambiental, como la verdolaga, abundan. Por eso, tanto educación como sanción, son imposterga­bles.

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