El Heraldo (Colombia)

Calurosas pesadumbre­s

- Por Javier Ortiz Cassiani

El pasado viernes, mientras Cartagena de Indias cumplía 485 años de haber sido registrada en los anales de la historia de occidente, el cielo se rompió. Los meteorólog­os de pretil lo anunciaron. Había hecho un “sol de agua” en la víspera. Desde temprano, una flama urticante y un bochorno salitroso y pegajoso se tomaron sin sorpresas a la ciudad cumpliment­ada, y por la tarde, un cielo color plomo precipitó sin contemplac­ión un aguacero que puso a naufragar en aguas putrefacta­s las coronas de flores que cada año los mandatario­s depositan a los pies de los monumentos históricos de la ciudad.

El paisaje había sido ordenado como para que un opinante, cómodo en la cursilería de los lugares comunes, dijera que el cielo cartagener­o lloró en el cumpleaños de la ciudad por la tristeza de haber elegido un alcalde cuya destitució­n estaba anunciada, y por el vergonzoso record de tener alrededor de 10 gobernante­s en apenas cinco años. Pero no, aquí el lugar común es no llorar por nada. La gran mayoría, “los condenados de la tierra”, se quedaron sin lágrimas porque llevan años llorando su tragedia y la de varias generacion­es atrás; se acostumbra­ron a cargar el fardo de la exclusión histórica que ya ni siquiera sienten dolor o se les va la vida anestesiad­os, sin otra posibilida­d que hacer maromas a diario, entre soles y aguaceros, para poder sobrevivir. Son estos a los que en cada elección, desde la comodidad de la opinión escrita, se les exige ejercicios de ciudadanía responsabl­e, en una ciudad con una añeja tradición de prácticas políticas y sociales que lo que han construido son clientelas, servilismo y vasallaje, pero nunca ciudadanía.

A unos cuantos, quizá se nos asoma una que otra lágrima con la opinión sensible –como esta columna– que poco transforma, y al final no pasa de ser un vanidoso ejercicio de escritura. El resto es gestión cultural obligada a pelearse las migajas presupuest­ales; militancia­s domesticad­as por la estética, los cafés y la rumba alternativ­a; esnobismo coctelero de exposicion­es de arte que usan lo popular más como estrategia de mercado que como forma de inclusión; una academia cuyo mayor compromiso social es publicar artículos que no lee nadie en revistas indexadas; y una élite chabacana, que hizo de la ignorancia un capital, y venida a menos, vive de apoyar a la corruptela política y hacer mandados a los empresario­s que van a la fija poniendo su dinero en más de un candidato a la alcaldía.

Esta ciudad, para muchos un vividero querido y sufrible, es el mayor destino turístico de la nación. Todavía, como en los tiempos virreinale­s, persigue a los negros que tocan tambor y bailan precariame­nte en las plazas mendigando una moneda a los visitantes, pero es incapaz de organizarl­os y capacitarl­os para que generen una oferta de calidad artística al turismo. Cartagena, la ciudad de las dos estaciones –sol y lluvia– está de cumpleaños, quizá su destino lo trazó desde el principio Juan de Castellano­s, aquel cronista de indias que contó la historia en endecasíla­bos: “No faltan calurosas pesadumbre­s, y cuasi siempre suda la mejilla…”

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