Calurosas pesadumbres
El pasado viernes, mientras Cartagena de Indias cumplía 485 años de haber sido registrada en los anales de la historia de occidente, el cielo se rompió. Los meteorólogos de pretil lo anunciaron. Había hecho un “sol de agua” en la víspera. Desde temprano, una flama urticante y un bochorno salitroso y pegajoso se tomaron sin sorpresas a la ciudad cumplimentada, y por la tarde, un cielo color plomo precipitó sin contemplación un aguacero que puso a naufragar en aguas putrefactas las coronas de flores que cada año los mandatarios depositan a los pies de los monumentos históricos de la ciudad.
El paisaje había sido ordenado como para que un opinante, cómodo en la cursilería de los lugares comunes, dijera que el cielo cartagenero lloró en el cumpleaños de la ciudad por la tristeza de haber elegido un alcalde cuya destitución estaba anunciada, y por el vergonzoso record de tener alrededor de 10 gobernantes en apenas cinco años. Pero no, aquí el lugar común es no llorar por nada. La gran mayoría, “los condenados de la tierra”, se quedaron sin lágrimas porque llevan años llorando su tragedia y la de varias generaciones atrás; se acostumbraron a cargar el fardo de la exclusión histórica que ya ni siquiera sienten dolor o se les va la vida anestesiados, sin otra posibilidad que hacer maromas a diario, entre soles y aguaceros, para poder sobrevivir. Son estos a los que en cada elección, desde la comodidad de la opinión escrita, se les exige ejercicios de ciudadanía responsable, en una ciudad con una añeja tradición de prácticas políticas y sociales que lo que han construido son clientelas, servilismo y vasallaje, pero nunca ciudadanía.
A unos cuantos, quizá se nos asoma una que otra lágrima con la opinión sensible –como esta columna– que poco transforma, y al final no pasa de ser un vanidoso ejercicio de escritura. El resto es gestión cultural obligada a pelearse las migajas presupuestales; militancias domesticadas por la estética, los cafés y la rumba alternativa; esnobismo coctelero de exposiciones de arte que usan lo popular más como estrategia de mercado que como forma de inclusión; una academia cuyo mayor compromiso social es publicar artículos que no lee nadie en revistas indexadas; y una élite chabacana, que hizo de la ignorancia un capital, y venida a menos, vive de apoyar a la corruptela política y hacer mandados a los empresarios que van a la fija poniendo su dinero en más de un candidato a la alcaldía.
Esta ciudad, para muchos un vividero querido y sufrible, es el mayor destino turístico de la nación. Todavía, como en los tiempos virreinales, persigue a los negros que tocan tambor y bailan precariamente en las plazas mendigando una moneda a los visitantes, pero es incapaz de organizarlos y capacitarlos para que generen una oferta de calidad artística al turismo. Cartagena, la ciudad de las dos estaciones –sol y lluvia– está de cumpleaños, quizá su destino lo trazó desde el principio Juan de Castellanos, aquel cronista de indias que contó la historia en endecasílabos: “No faltan calurosas pesadumbres, y cuasi siempre suda la mejilla…”