El Heraldo (Colombia)

Dibujitos en la arena

- Por Jaime Romero Sampayo

Se rumorea que quizás una vez en el reino del Preste Juan, o a lo mejor fue en la ínsula Barataria, pero la verdad es que no tenemos certezas de que nunca nadie se haya dejado convencer de nada con argumentos contrarios a sus propios intereses. El dueño de los buses nunca va a comprender las ventajas del tren. Ni el marido ya rodillón creerá jamás en las pruebas matemática­s que avalan la pureza del entrenador personal de su joven esposa. Y el guepardo nunca se va a tragar tampoco las prosopopéy­icas razones de la gacela.

Ciegos que no quieren ver. Sordos que solo oyen lo que les conviene. Pero sin duda quien con más agudeza lo expresó fue Upton Sinclair: “Es difícil hacer que un hombre entienda algo, cuando su salario depende de que no lo entienda”.

De ese mismo palo, la astilla más graciosa tal vez venga de Ana Karenina, con el perspicaz ejemplo que pone el viejo príncipe Scherbatsk­i para cuestionar el mérito de la unanimidad de opiniones cuando a veces no se trata más que de convergenc­ia de intereses: “Creo que conocen ustedes a mi yerno Stepán Arkádevich. Pues acaban de nombrarlo miembro del Comité de no sé qué comisión... La verdad es que no me acuerdo. Vamos, una sinecura (...) Y, sin embargo, recibe un sueldo de ocho mil rublos. Si le preguntan ustedes si su cargo es útil, les demostrará que no puede haber otro más necesario. Es un hombre sincero, pero no puede dejar de creer en la utilidad de esos ocho mil rublos”.

Ahora bien, no solo con pan se engaña el hombre. Juan y Pedro se llevaron a la cantina a su amigo Moncho para contarle que su mujer lo engañaba. Pero eso es más fácil planearlo que decirlo. “¡Cantinero, una ronda!”. “¡Cantinero, otra ronda!”. Y cantinero por aquí y cantinero por acá, y de copa en copa ya se les iba yendo la noche sin ninguno haberse atrevido. Hasta que, por último, cuando ya no quedaban más clientes en el bar, solo ellos, Pedro tomó la palabra muy solemne: “Moncho, así te lo voy a decir… Entre los que estamos hoy aquí hay uno a quien su esposa lo engaña… Y tú sabes que Juan es soltero y que yo soy viudo... Tú mismo saca tus propias conclusion­es…”. A lo que Moncho entonces respondió bajando bastante la voz: “¿En serio…? Oye, ¿y sí estará bonita esa tal esposa del cantinero?”.

Ni con dibujitos en la arena. Cuenta Heródoto que una vez los embajadore­s de Samos fueron a Esparta a pedir ayuda con un discurso muy elaborado y extenso. Luego de tener que escuchar esa perorata tan larga los espartanos replicaron que “lo primero lo hemos olvidado y lo último no lo hemos entendido por haber olvidado lo primero”. Cuando es que no, es que no.

De todos modos, es bonito creer que, así la evolución nos haya condiciona­do para buscar antes lo convenient­e que lo verdadero, uno igual es capaz de reconocer que “lo bello, lo justo y lo bueno” no siempre coincide con “lo que sea mejor para mí y punto”. Lo contrario es resignarse a pensar como uno vive —como el martillo que cree que todo es clavo—, y no a vivir como uno piensa.

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