El Heraldo (Colombia)

Un ballet en Montecrist­o

- Por Alberto Martínez @AlbertoMti­nezM

Claro que hay que batear y anotar las carreras que se necesitan. Pero tienen que esperar un momento: déjenme abanicar la brisa y buscar la seña de mi coach de tercera. Se quitó y se puso la gorra. Lo sabía. Quiere un batazo limpio.

Estamos en extra inning. Ya van dos out. Es todo o nada.

¡Wow! El estadio es bello. Se parece al Goodyear Ballpark que utilizan los Rojos de Cincinnati en la temporada de primavera. No hay uno igual en Suramérica.

El pitcher busca intimidarm­e en una conversaci­ón muda con el cátcher. Lo de siempre. Esperaré la bola correcta. La quiero recta y a la altura de mis codos.

El del montículo se lleva las manos al pecho, levanta la pierna derecha y lanza. La veo pasar. El umpire dice lo que no quería oír: strike. Intenté un swing, pero me detuve en el último momento.

Toca seguir esperando. Está bien que otros se afanen detrás de un balón. Hay gente para todo. Pero en un diamante es diferente. El locutor Red Barber lo estampó en el salón de la fama: el béisbol es aburrido para mentes aburridas.

Las 12 mil sillas de los tres pisos del flamante de Montecrist­o están repletas. Los barranquil­leros del estadio están orgullosos, y nosotros, felices. El estadio más hermoso siempre es el más lleno. Los reportes oficiales dicen que costó $46.000 millones de pesos, una suma increíble que tiene de fiesta al béisbol mundial. Segurament­e muchos ya fueron al segundo piso, donde están las tiendas, restaurant­es, baños y ascensores. Como en grandes ligas. Los periodista­s e invitados especiales de los palcos y cabinas del tercer piso han podido relajarse entre inning e inning (el béisbol –sentenció Bill Veeck– es un juego diseñado para ser saboreado, para no atragantar­se). Pero esas 12 mil almas están ahora conmigo, para verme ponchar o anotar la carrera.

Desde el dogout me animan mis verdaderos amigos. Saben que lo puedo hacer.

Estoy un poco nervioso. Me ha ido bien en la temporada, pero uno no gana con los hit de ayer.

De nuevo empuño el madero y vuelvo a la candela. Él cree que lo observo, pero es a la pelota a la que miro.

Entonces la sigo, en los movimiento­s lentos de su dueño y cuando alcanza la velocidad increíble que solo detendrá el guante del cátcher. O mi batazo.

Es una curva, pero tiene que buscar el centro. Y aquí estoy yo. Ven. Ven.

Como si entendiera entra al pentágono, hago el swing completo y siento el crujido del bate y una vibración fantástica en mis brazos.

La pelota se alza en dirección a la última de las gradas y apenas saluda al guante del center fielder, como en la noche inmortal en que Édgar Rentería sentenció el título mundial de San Francisco.

Para anotar debo ir a cada base y volver. Édgar lo hizo. La vida me esperará en el home y bailaremos el mismo ballet sin música que solo entienden los que saben que esto no es solo un juego.

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