Estado y perdón
Para varios pueblos del territorio colombiano las masacres fueron una abominable forma de construirles identidad. El país no sabía absolutamente nada de ellos y entraron a la cartografía de la sensibilidad nacional a partir de la tragedia. Los masacran, luego existen. La cosa es mucho más grave si sabemos que varias de estas prácticas ominosas, que hicieron ubicables a estos lugares en los mapas del dolor, ocurrieron porque los organismos de seguridad del Estado no hicieron lo necesario para que no sucedieran.
Debido a esto, se han vuelto cotidianos los actos públicos en los que el Estado pide perdón a las víctimas por participar en los repudiables hechos o por no intervenir para evitarlos, como es su deber constitucional. Que un Estado pida perdón y reconozca sus errores es un símbolo de respeto por los ciudadanos y una forma de demostrar que no colige con las dinámicas autoritarias y dictatoriales. Pero no se puede medir la legitimidad del mismo, ni su eficiencia a partir de su capacidad para pedir perdón. Todo lo contario, un Estado condenado a excusarse de manera reiterada por este tipo de acciones evidencia graves fallas en su estructura. Algo de su engranaje no funciona bien o se mueve por fuera de las pautas del Estado democrático bajo el que se supone se encuentran cobijados los colombianos.
El pasado jueves 19 de julio, el Ministro de Justicia, Enrique Gil Botero, se desplazó al corregimiento de Caracolí, Sabanas de Manuela, en el municipio de San Juan el Cesar (La Guajira), a pedir perdón en nombre del Estado a los familiares y miembros de la comunidad indígena wiwa. A tal acción lo obligó un fallo del Tribunal Administrativo de La Guajira por hechos ocurridos entre el 28 de agosto y el 2 de septiembre de 2002. En esos días, 200 paramilitares del Bloque Norte de las AUC llegaron a El Limón –área rural del distrito de Riohacha– y asesinaron a 16 miembros de la comunidad wiwa, desaparecieron a otros, quemaron 15 viviendas, lanzaron cilindros explosivos y obligaron a desplazarse del territorio a más de 150 personas.
De acuerdo con el fallo del Tribunal, se comprobó que la fuerza pública tuvo todas las posibilidades de intervenir para evitar la masacre porque sabía de las intenciones de este grupo armado a partir de las denuncias que hizo la comunidad y las que realizó la Defensoría del Pueblo a través del Sistema de Alertas Tempranas (SAT). Pero según testimonios de los mismos paramilitares, el ejército no opuso ninguna resistencia, por el contrario, los escoltó, y además les facilitó la huida una vez ocurridos los hechos.
“Vengo para pedirles disculpas públicas y perdón, por los daños que sufrieron, así como por el dolor y las afectaciones en sus proyectos de vida que experimentaron como consecuencia de estos hechos, hago mío el dolor que sintieron”, dijo el Ministro. Un Estado no está para asumir el dolor de sus ciudadanos, está para evitarlo, y para garantizar que los organismos estatales, que deben cumplir con el deber constitucional de protección, no se conviertan en cómplices de ese dolor.