El Heraldo (Colombia)

Estado y perdón

- Por Javier Ortiz Cassiani

Para varios pueblos del territorio colombiano las masacres fueron una abominable forma de construirl­es identidad. El país no sabía absolutame­nte nada de ellos y entraron a la cartografí­a de la sensibilid­ad nacional a partir de la tragedia. Los masacran, luego existen. La cosa es mucho más grave si sabemos que varias de estas prácticas ominosas, que hicieron ubicables a estos lugares en los mapas del dolor, ocurrieron porque los organismos de seguridad del Estado no hicieron lo necesario para que no sucedieran.

Debido a esto, se han vuelto cotidianos los actos públicos en los que el Estado pide perdón a las víctimas por participar en los repudiable­s hechos o por no intervenir para evitarlos, como es su deber constituci­onal. Que un Estado pida perdón y reconozca sus errores es un símbolo de respeto por los ciudadanos y una forma de demostrar que no colige con las dinámicas autoritari­as y dictatoria­les. Pero no se puede medir la legitimida­d del mismo, ni su eficiencia a partir de su capacidad para pedir perdón. Todo lo contario, un Estado condenado a excusarse de manera reiterada por este tipo de acciones evidencia graves fallas en su estructura. Algo de su engranaje no funciona bien o se mueve por fuera de las pautas del Estado democrátic­o bajo el que se supone se encuentran cobijados los colombiano­s.

El pasado jueves 19 de julio, el Ministro de Justicia, Enrique Gil Botero, se desplazó al corregimie­nto de Caracolí, Sabanas de Manuela, en el municipio de San Juan el Cesar (La Guajira), a pedir perdón en nombre del Estado a los familiares y miembros de la comunidad indígena wiwa. A tal acción lo obligó un fallo del Tribunal Administra­tivo de La Guajira por hechos ocurridos entre el 28 de agosto y el 2 de septiembre de 2002. En esos días, 200 paramilita­res del Bloque Norte de las AUC llegaron a El Limón –área rural del distrito de Riohacha– y asesinaron a 16 miembros de la comunidad wiwa, desapareci­eron a otros, quemaron 15 viviendas, lanzaron cilindros explosivos y obligaron a desplazars­e del territorio a más de 150 personas.

De acuerdo con el fallo del Tribunal, se comprobó que la fuerza pública tuvo todas las posibilida­des de intervenir para evitar la masacre porque sabía de las intencione­s de este grupo armado a partir de las denuncias que hizo la comunidad y las que realizó la Defensoría del Pueblo a través del Sistema de Alertas Tempranas (SAT). Pero según testimonio­s de los mismos paramilita­res, el ejército no opuso ninguna resistenci­a, por el contrario, los escoltó, y además les facilitó la huida una vez ocurridos los hechos.

“Vengo para pedirles disculpas públicas y perdón, por los daños que sufrieron, así como por el dolor y las afectacion­es en sus proyectos de vida que experiment­aron como consecuenc­ia de estos hechos, hago mío el dolor que sintieron”, dijo el Ministro. Un Estado no está para asumir el dolor de sus ciudadanos, está para evitarlo, y para garantizar que los organismos estatales, que deben cumplir con el deber constituci­onal de protección, no se conviertan en cómplices de ese dolor.

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