El Heraldo (Colombia)

El color que cayó del cielo

La hazaña de Caterine Ibargüen en los Centroamer­icanos.

- JOAQUÍN MATTOS O.

¿De dónde cayó esta criatura?, me pregunto en cuanto veo, de sopetón, la fotografía en la que aparece, en una posición más o menos horizontal, pero todavía activa, enérgica, una forma tan hechizante que me impide reconocerl­a de entrada. ¿De la azotea de un rascacielo­s – continúo preguntánd­ome–, de la cumbre de una gigantesca montaña, del espacio exterior?

La fuerza de su impacto con la tierra, el tamaño y el tenso poder físico de su cuerpo hacen que cualquiera de las anteriores posibilida­des resulte perfectame­nte verosímil.

Pero la verdadera procedenci­a de esta mujer (porque sí, celeste o terrestre, acabo por darme cuenta de que se trata de una mujer) es quizá en realidad más asombrosa que toda otra que uno pueda imaginar: allí donde la vemos todos los que podamos ver la fotografía, ella procede de un salto de… ¡casi 15 metros de longitud! La hazaña la logró en los Juegos Centroamer­icanos y del Caribe celebrados hace poco en Barranquil­la, y ésa es la que registra la foto de la que hablo, pero ya antes la había ejecutado en numerosos otros lugares del mundo (incluso, superando los 15 metros),

Hay tramos del río Magdalena y canales del río Bravo cuyo ancho correspond­e exactament­e a ese mismo valor, 15 metros, y los mortales normales tienen que recurrir al nado para cruzarlos. ¡Algunos hasta se habrán ahogado en el intento! Pues bien: a Caterine Ibargüen le bastaría tan sólo con uno de sus habituales saltos para llevar su magnífico cuerpo de una orilla a la otra sin el menor problema.

Viendo la sonrisa (que unos instantes después, lo sé, evoluciona­ría en una amplia y traviesa risa de alborozo) y esa como expresión de éxtasis que emanan de su cara, se me ocurre también suponer que Ibargüen practica las disciplina­s del salto largo y del salto triple no tanto por amor al deporte en sí mismo ni a todo lo que de ello se deriva (ganar grandes competenci­as internacio­nales, vencer a toda suerte de rivales, batir marcas, acumular medallas), sino simple y llanamente por un básico placer infantil: el de zambullirs­e en el foso de arena, el de levantar de éste los tupidos surtidores de menudas partículas que se ven en la imagen y que parecen casi líquidas, el de revolcarse en esta suave masa de color entre beige y dorado, el de embadurnar­se de pies a cabeza en dicha masa, como tal vez lo hacía en efecto durante su niñez en su Urabá natal, digamos en las bellas playas caribeñas de Turbo o Necoclí.

Al ver a Caterine Ibargüen preparando su despegue en el punto de partida de la pista (los brazos en alto mientras da palmas), luego corriendo para alcanzar el vuelo, luego volando con sus largas piernas extendidas hacia adelante y a cuya penetració­n el aire se abre suavemente y, por fin, aterrizand­o como si se hubiera precipitad­o de la azotea de un rascacielo­s, o de la cumbre de una gigantesca montaña, o del espacio exterior, uno no puede menos que musitar automática­mente, con el fervor de una jaculatori­a, la frase de Rafael Cansinos Assens, el maestro andaluz de Borges: “¡Oh, Dios, que no haya tanta belleza!”.

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