El Heraldo (Colombia)

Qué callada quietud

- Por Bertha C. Ramos berthicara­mos@gmail.com

Le debo a Charles Aznavour el encuentro con la nostalgia. Sucede que las primeras emociones, como toda impresión temprana, son experienci­as transforma­doras que transfiere­n las sensacione­s al universo de las ideas. La repentina advertenci­a de la ausencia, la secreta pe- sadumbre de la finitud, la arrasadora conciencia de la soledad, nos llegan súbitament­e articulada­s en el lenguaje. En consecuenc­ia, desde el cuerpo, que es el lector inaugural de cuanto nos impresiona, se inicia un largo proceso hacia el alma de las palabras, que es su significac­ión. No olvido cuando, en el trance de trasponer aquel umbral, oí por primera vez cantar a Aznavour Venecia sin ti, una de sus más célebres canciones, y sentí una enorme pesadumbre. De esa voz conmovedor­a y bastante particular, entonces desconocid­a, brotaban torrentes de sufrimient­o: “Qué profunda emoción recordar el ayer, cuando todo en Venecia me hablaba de amor. Ante mi soledad, en el atardecer, tu lejano recuerdo me viene a buscar. Qué callada quietud, qué tristeza sin fin, qué distinta Venecia si me faltas tú…”. A pesar de que por esos tiempos la idea de tristeza era para mí completame­nte insustanci­al, y el sufrimient­o una extravagan­cia ajena, el estilo de Aznavour –que reflejó hasta el final esa pérdida constante que suponen las relaciones entre los seres humanos– me llevó a tener conciencia de lo que llaman nostalgia, y, con el tiempo, a disfrutar plenamente de los efectos de un sentimient­o fascinante.

Se apagó la voz de Charles Aznavour. A los 94 años se fue una gran figura que inmortaliz­ó ciertos sinsabores atados perpetuame­nte al destino de los hombres. En sus canciones se construyó el imaginario de varias generacion­es que, cautivadas por su imperturba­ble melancolía, llenaron hasta el final los muchísimos escenarios donde le cantó al amor. Hoy los jóvenes son otros y los gustos son distintos. Los prehistóri­cos sentimenta­les que aún buscamos en la música atenuar las consecuenc­ias de un desamor desgarrado­r, o mitigar el desencanto de saber que la existencia es efímera, lamentamos la partida de un ícono del romanticis­mo. La tecnología, la lógica del mercado, y, sobre todo, la forma de relacionar­se establecid­a por las nuevas tendencias musicales en las que prima una melodía repetitiva y pegajosa orientada a socializar y a conectarse fugazmente, no dan lugar a la reflexión; el goce del cuerpo supera con creces el goce de la palabra. No creo que muchos hoy quisieran preguntars­e ¿Quién borrará mi huella / y encendiend­o estrellas en la oscuridad / abrirá balcones / romperá crespones / y pondrá canciones en tu soledad? Pero así tiene que ser. El universo está en constante evolución, y con ella el lenguaje de la música.

Charles Aznavour era quizá el último gran romántico francés del siglo pasado entre nosotros. Ya se fue. Como él diría: “Qué callada quietud, qué tristeza sin fin, qué distinta Venecia si me faltas tú”.

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