Qué callada quietud
Le debo a Charles Aznavour el encuentro con la nostalgia. Sucede que las primeras emociones, como toda impresión temprana, son experiencias transformadoras que transfieren las sensaciones al universo de las ideas. La repentina advertencia de la ausencia, la secreta pe- sadumbre de la finitud, la arrasadora conciencia de la soledad, nos llegan súbitamente articuladas en el lenguaje. En consecuencia, desde el cuerpo, que es el lector inaugural de cuanto nos impresiona, se inicia un largo proceso hacia el alma de las palabras, que es su significación. No olvido cuando, en el trance de trasponer aquel umbral, oí por primera vez cantar a Aznavour Venecia sin ti, una de sus más célebres canciones, y sentí una enorme pesadumbre. De esa voz conmovedora y bastante particular, entonces desconocida, brotaban torrentes de sufrimiento: “Qué profunda emoción recordar el ayer, cuando todo en Venecia me hablaba de amor. Ante mi soledad, en el atardecer, tu lejano recuerdo me viene a buscar. Qué callada quietud, qué tristeza sin fin, qué distinta Venecia si me faltas tú…”. A pesar de que por esos tiempos la idea de tristeza era para mí completamente insustancial, y el sufrimiento una extravagancia ajena, el estilo de Aznavour –que reflejó hasta el final esa pérdida constante que suponen las relaciones entre los seres humanos– me llevó a tener conciencia de lo que llaman nostalgia, y, con el tiempo, a disfrutar plenamente de los efectos de un sentimiento fascinante.
Se apagó la voz de Charles Aznavour. A los 94 años se fue una gran figura que inmortalizó ciertos sinsabores atados perpetuamente al destino de los hombres. En sus canciones se construyó el imaginario de varias generaciones que, cautivadas por su imperturbable melancolía, llenaron hasta el final los muchísimos escenarios donde le cantó al amor. Hoy los jóvenes son otros y los gustos son distintos. Los prehistóricos sentimentales que aún buscamos en la música atenuar las consecuencias de un desamor desgarrador, o mitigar el desencanto de saber que la existencia es efímera, lamentamos la partida de un ícono del romanticismo. La tecnología, la lógica del mercado, y, sobre todo, la forma de relacionarse establecida por las nuevas tendencias musicales en las que prima una melodía repetitiva y pegajosa orientada a socializar y a conectarse fugazmente, no dan lugar a la reflexión; el goce del cuerpo supera con creces el goce de la palabra. No creo que muchos hoy quisieran preguntarse ¿Quién borrará mi huella / y encendiendo estrellas en la oscuridad / abrirá balcones / romperá crespones / y pondrá canciones en tu soledad? Pero así tiene que ser. El universo está en constante evolución, y con ella el lenguaje de la música.
Charles Aznavour era quizá el último gran romántico francés del siglo pasado entre nosotros. Ya se fue. Como él diría: “Qué callada quietud, qué tristeza sin fin, qué distinta Venecia si me faltas tú”.