Pregunta equivocada
La propuesta de cadena perpetua para violadores de niños es demagógica, pero, sobre todo, ineficaz; las cifras no bajarán como por arte de magia ante el endurecimiento de los escarmientos. Está probado. No se imagina uno a un pederasta dejándose llevar por el miedo a la prisión de por vida, diciéndose a sí mismo que se va a volver bueno porque el castigo, si lo atrapan, ya no es de 50 años, como antes, sino para siempre.
Teniendo en cuenta que en la práctica un condenado por delitos sexuales contra menores, jamás saldrá de la cárcel, o la hará a los 80 o 90 años, la cadena perpetua resulta inútil, a menos que se trate de un intento por enviar el mensaje de que el Estado es duro, implacable, feroz. ¿A quién iría dirigido este mensaje? Habrá que preguntarles a quienes promueven este tipo de medidas en lugar de gastar su tiempo en pensar cómo se evita el delito.
Creo que los esfuerzos que se han hecho para atender a las víctimas de estos atroces crímenes son insuficientes, sobre todo porque aún priman obstáculos absurdos en cualquier política pública seria, casi todos de orden moral, pero que son comprensibles en una sociedad tan mojigata como la nuestra: la falta de claridad a la hora de hablar de los derechos sexuales de menores, los prejuicios con los cuales algunos operadores de justicia abordan cierta clase de denuncias, la injustificada cifra de casos no denunciados aun cuando los padres de las víctimas conocen los episodios.
Pero, hay un componente de esta problemática que es prácticamente ignorado, y que de seguro podría ayudarnos a entender y, por lo tanto, a prevenir: el victimario. Nuestro sistema penal está hecho para que con la sanción se acabe todo. Al asesino, al ladrón, al violador se le encierra y todo se termina. Que pase el siguiente. Es un error producto de la soberbia de una sociedad que no es capaz de mirarse a sí misma, de enfrentar a los monstruos que ha parido, de penetrar en sus mentes, en sus contextos, en sus maneras, para así poder intervenir, no en la coyuntura, sino en la médula misma de nuestra miseria.
Mientras sigamos creyendo que el problema de las violaciones de niños se termina encerrando de por vida los perpetradores -si es que se encuentran-, si no tenemos en cuenta, por ejemplo, que la abrumadora mayoría de los victimarios son familiares de las víctimas, si le damos la espalda a las causas sociales y psicológicas que propician la ocurrencia de estos episodios atroces, las cifras jamás disminuirán, así construyamos mil cárceles destinadas a los condenados a cadena perpetua.
Esta columna ha insistido en que el sistema penal debe cumplir con su función sin excusas, no solo investigando, acusando y condenando, sino también buscando fórmulas para cumplir con el componente de resocialización al que los obliga la Constitución. Habría que añadir que los crímenes atroces, entre ellos las violaciones de menores, obedecen a un talante social que no puede ser soslayado en ninguna política pública que tenga como objetivo acabar con ellos de raíz.
La pregunta no es cómo castigamos a los criminales, sino cómo logramos que ninguna persona se convierta en uno de ellos.