El desorden del transporte
El fin de semana pasado, EL HERALDO publicó un par de artículos que muestran los problemas que enfrenta el transporte público en nuestra ciudad, específicamente sobre el servicio de buses o transporte colectivo, lo que se suma a las dificultades que se observan en el gremio de los taxis y a la oferta ilegal, que tienen su propio rosario de inconvenientes. En ambos casos se denunció el desorden, la desidia, la mala regulación, los problemas de cobertura, los mismos males con los que nació este esencial servicio y que perduran hasta hoy. Sigue sorprendiendo que hasta ahora ningún gobernante local haya sido capaz de enfrentar este asunto con la decisión y urgencia que merece, subestimando el rol fundamental que juega la movilidad para el desarrollo de cualquier ciudad.
Exceptuando la oferta de Transmetro, que merece un estudio diferente, en términos generales en Barranquilla el transporte público colectivo sigue funcionando de la misma manera que ha funcionado desde el primer día. Salvo las mejoras derivadas del avance tecnológico de los vehículos, y una que otra acción mínima, el sistema permanece estático. A diferencia de lo que ha pasado en casi todos los sectores de la economía, donde las empresas se esfuerzan constantemente por mantener el ritmo de la innovación y se preocupan por sus clientes, los transportadores parecen excesivamente acomodados en una artificial zona de confort que luce inmune ante sus propias adversidades.
Lo cierto es que el usuario no es la prioridad, nunca lo ha sido, no parece importarle a nadie. Basta asomar la cabeza en cualquier esquina de la ciudad para comprobar los abusos a los que se debe enfrentar el ciudadano que se ve obligado a usar el transporte público. Además de poner en riesgo la integridad de sus propios clientes, los buses urbanos suelen concentrar todo lo malo que puede hacerse desde un volante, irresponsabilidades inconcebibles, patanerías, impericias, imprudencias, un sistemático irrespeto al código de tránsito y a la consideración que nos merecen nuestros semejantes. Que las empresas transportadoras subsistan a pesar de sus evidentes fracasos se escapa de mi comprensión.
En este desastre aportamos todos, aunque en proporciones desiguales. Los dueños de los buses, por su indolencia y egoísmo; las administraciones distritales, por su falta de voluntad; y por último el ciudadano, que más por necesidad y costumbre termina sometido, acomodado y resignado al absurdo sistema. Sin embargo, el mayor peso de la tarea, y a quienes les corresponde tomar las decisiones pertinentes, recae en las administraciones distritales. Si desde la autoridad no se exigen con rigor las necesarias mejoras, es poco probable que las cosas cambien, lo malo es que nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato, que ya se volvió tigre.