El Heraldo (Colombia)

El desorden del transporte

- Por Manuel Moreno Slagter moreno.slagter@yahoo.com @Morenoslag­ter

El fin de semana pasado, EL HERALDO publicó un par de artículos que muestran los problemas que enfrenta el transporte público en nuestra ciudad, específica­mente sobre el servicio de buses o transporte colectivo, lo que se suma a las dificultad­es que se observan en el gremio de los taxis y a la oferta ilegal, que tienen su propio rosario de inconvenie­ntes. En ambos casos se denunció el desorden, la desidia, la mala regulación, los problemas de cobertura, los mismos males con los que nació este esencial servicio y que perduran hasta hoy. Sigue sorprendie­ndo que hasta ahora ningún gobernante local haya sido capaz de enfrentar este asunto con la decisión y urgencia que merece, subestiman­do el rol fundamenta­l que juega la movilidad para el desarrollo de cualquier ciudad.

Exceptuand­o la oferta de Transmetro, que merece un estudio diferente, en términos generales en Barranquil­la el transporte público colectivo sigue funcionand­o de la misma manera que ha funcionado desde el primer día. Salvo las mejoras derivadas del avance tecnológic­o de los vehículos, y una que otra acción mínima, el sistema permanece estático. A diferencia de lo que ha pasado en casi todos los sectores de la economía, donde las empresas se esfuerzan constantem­ente por mantener el ritmo de la innovación y se preocupan por sus clientes, los transporta­dores parecen excesivame­nte acomodados en una artificial zona de confort que luce inmune ante sus propias adversidad­es.

Lo cierto es que el usuario no es la prioridad, nunca lo ha sido, no parece importarle a nadie. Basta asomar la cabeza en cualquier esquina de la ciudad para comprobar los abusos a los que se debe enfrentar el ciudadano que se ve obligado a usar el transporte público. Además de poner en riesgo la integridad de sus propios clientes, los buses urbanos suelen concentrar todo lo malo que puede hacerse desde un volante, irresponsa­bilidades inconcebib­les, patanerías, impericias, imprudenci­as, un sistemátic­o irrespeto al código de tránsito y a la considerac­ión que nos merecen nuestros semejantes. Que las empresas transporta­doras subsistan a pesar de sus evidentes fracasos se escapa de mi comprensió­n.

En este desastre aportamos todos, aunque en proporcion­es desiguales. Los dueños de los buses, por su indolencia y egoísmo; las administra­ciones distritale­s, por su falta de voluntad; y por último el ciudadano, que más por necesidad y costumbre termina sometido, acomodado y resignado al absurdo sistema. Sin embargo, el mayor peso de la tarea, y a quienes les correspond­e tomar las decisiones pertinente­s, recae en las administra­ciones distritale­s. Si desde la autoridad no se exigen con rigor las necesarias mejoras, es poco probable que las cosas cambien, lo malo es que nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato, que ya se volvió tigre.

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